La tendencia humana es la vida, sostenerla a pesar de las dificultades, la tragedia, el dolor, el trauma. Sin embargo, en los últimos años la tasa de suicidios ha crecido de forma alarmante en  nuestro país, alcanzando vergonzosos primeros lugares en los países de la OCDE.

Nos hemos salido de la norma poblacional, lo que implica un factor crítico en la estructura de nuestra cultura socio económica y educativa que debe ser revisada, ya que la respuesta a la vida no es la esperanza, si no “el sin sentido”, la depresión, el individualismo, la falta de tolerancia emocional para resistir la angustia, el dolor, el estrés.

La decisión individual de morir debe entenderse en un contexto cultural en función de los estándares de éxito, de la educación orientada a conocimientos sin soporte relacional, al mal uso de la tecnología cuando reemplaza la crianza y la contención afectiva. Todo lo contrario a lo que necesitamos para amar la vida: soporte social, recursos afectivos, trabajo con sentido, un amar bien entendido, encuentros cara a cara que den la oportunidad de resolver el conflicto y contener la angustia. Espacios que abran las oportunidades de pedir ayuda.

Si bien hay que aprender a hablar de la muerte y la vida, sensibilizarnos con el otro para apoyar el sentido de vida, no es suficiente. Para parar esta cifra crítica que grita en los espacios públicos, se requiere pensar y cambiar la forma en que estamos viviendo, redefinir valores, retomar el encuentro y el esfuerzo de las relaciones.

El suicidio no solo se lleva al que término con su vida, si no que se lleva parte del que queda vivo, que se pregunta en qué fallé. Me parece que ha llegado la hora de preguntarse socialmente ¿En qué fallamos?