“Cazuelas y Caldillos”, la fiesta que tributa el patrimonio culinario de la zona central

Cada vez que reflexiono sobre el mercado gastronómico chileno, termino concluyendo que éste está completamente pensado en el comensal local. He ahí el fundamento de que en un gran porcentaje la oferta esté sustentada en conceptos y formatos foráneos. Para el local, lo entendido como tradicional es popular, está en las casas y descansa en la cotidianidad, en la simplicidad de las cocinerías a cargo de las/os cocineras/os tradicionales; éstos son aún vistos o entendidos como un oficio más, poco valorado y desprestigiado, incluso, en materias que dicen relación con la desconfianza que genera la manufactura de los productos que ellos ofrecen.

El mercado gastronómico chileno no está preparado para recibir de buena manera al turista internacional, no provee trabajadores tecnificados en el servicio de salones y menos ha pensado en un relato para sus platos. Además, el turista extranjero – quien es el que más dinero deja en virtud de vivir experiencias locales – debe buscar para encontrar experiencias chilenas significativas en los comercios gastronómicos. La cocina tradicional chilena bien lograda no está a simple vista. Venir a comer comida europea “chilenizada” que no se compara a la original, no es lo óptimo para esperar al turista. La oferta consistente debería estar sustentada en nuestra cocina desde los distintos conceptos gastronómicos.

Nuestra maravillosa despensa, ecléctica y diversa, no luce en las cartas de los restaurantes. Es más, las cartas siempre quedan cortas a la hora de expresar lo que es y la potencia que tiene. Los formatos patrimoniales duermen en las casas y los turistas internacionales o comensales locales que no están próximos a la cultura no alcanzan a conocerlos porque no se venden, no se difunden, por tanto, no se valoran de forma comercial, menos de modo gastronómico. Hemos escondido por falta de autoestima nuestra cocina, esa que vive en la dinámica tradicional de nuestra cultura y nuestros territorios, la que el escritor Julio Silva Lazo relata de forma tan significativa, contemplativa y potente, desde la sencillez de nuestros platos, hasta la complejidad emocional que revisten, al retratar en la novela huasa “Mi abuelo Ciriaco” la vida de una familia de la zona central, en la localidad de Doñihue.

¿Cómo hacemos para poner en valor nuestra cocina tradicional en ausencia de las políticas públicas que incentiven su consumo? ¿Cómo lo hacemos en ausencia de la valoración de nuestra identidad, usos y costumbres del propio pueblo chileno que rehúye de lo que es?

Las fiestas tradicionales

Si hoy en día aun sabemos del chacolí de Doñihue es por la resistencia de sus cultores, pero también en buena parte lo es por el hito que supone la fiesta del Chacolí, donde año a año en el mes julio los productores se reúnen en una gran fiesta a tributar la sublime bebida tradicional. Es decir, el contexto que se crea por la férrea convicción de un pueblo que entiende con fuerza la importancia de un producto que los representa en todo aspecto, es esa convicción la que se convierte en resistencia, la misma que es capaz de sortear todos los desafíos que los propios locales puedan poner a la pervivencia del icónico producto.

Las fiestas tradicionales nos recuerdan quienes somos, en septiembre volvemos a enamorarnos de nuestras costumbres y recetas, en julio del Chacolí y en junio nos reencontramos en Curicó con la potencia mestiza de nuestras cazuelas y caldillos.

La fiesta – que ya cuenta con una importante cantidad de versiones y que desde un inicio contó con el apoyo de la municipalidad de la comuna – este año se volvió a celebrar con un óvalo repleto de gente por 5 días, con 23 caldos chilenos que colmaban los vasos de degustación con identidad, sabor y productos locales. Éstos se encontraban a la venta y también fueron parte en buena lid de la competencia que coronó como ganadora a la Cazuela de Cordero con Trigo Partido y Luche de la Sra. Mirta Salazar de la comuna de Molina (La pica’ de Tita).

Sin duda, esta celebración cargada de cocina chilena posiciona a Curicó y a la región de Maule de gran manera, poseedora de una fiesta que promueve la cultura y el patrimonio chileno y por ende de gran pertinencia territorial. Pienso que estas fiestas son el oxígeno que nuestra cultura culinaria necesita, no deben morir jamás, deben ser replicadas por todas las comunas de nuestro país casi como una obligación, pues son las que mantienen vivas nuestras tradiciones gastronómicas y nos hacen recordar quiénes somos realmente.

Hay que destacar, en virtud de la elogiada e icónica preparación, que lo que era una forma de hacer cazuelas se transformó en una pluralidad de formas y esa cuestión bien lo saben las/os cocineras/os tradicionales. Bajo el mismo proceso culinario constituyen el patrimonio, sustentado a su vez, por diferentes ingredientes que construyen la identidad de cada uno de los lugares en los que se elabora. Además de reflejar en su estructura e ingredientes diferencias regionales, la cazuela, evidencia las diferencias sociales tan marcadas en nuestro país. Encontramos, entonces, tantas cazuelas como tipos de sociedades que las consumen. Desde la tradicional cazuela de vacuno hasta la cazuela de cochayuyo o algunos “caldillos” que nacen bajo la misma inspiración con ingredientes igualmente deliciosos, pero que la sociedad ha calificado como “populares”.

Solidaridad

Más allá del contexto histórico, la cazuela y los caldillos son sinónimo de reunión familiar, del acto de compartir, de la solidaridad, de los conocidos y los desconocidos en una mesa larga, en un país como el nuestro donde los fenómenos asociados a la naturaleza nos ponen desafíos constantes para transitar por la vida. Hoy, más que nunca el significado profundo del simbolismo de las mencionadas preparaciones, vuelven a dibujar una sonrisa y a calentar el cuerpo de los desvalidos y afectados, apenas unos cinco días antes de la celebración tradicional, por un temporal sin precedentes que azotó con fuerza las regiones de O’Higgins, Maule, Bío Bío y Metropolitana, con mayor intensidad en las localidades rurales.

En esa dinámica, muchos cocineros nos movilizamos a apoyar distintas instancias de alimentación para damnificados en los albergues y el icono culinario para devolver el alma al cuerpo, para borrar la tristeza, para restaurar el calor y la esperanza luego de la desesperanza, fueron las solidarias cazuelas y caldillos. Con esa impronta de resistencia innata, con esa espontánea característica solidaria que se resume en la acción de aumentarla con la facilidad de una taza de agua, que a todos acoge, sin importar condición, ni escenario, con la nobleza que imprimen las preparaciones icónicas, que se transforman en estandartes por la capacidad que tienen de representarnos, pero también de ayudarnos en los peores momentos.

Esta conquista de los ingredientes nos enseña la importancia de no clasificar productos o elaboraciones por apreciaciones sociales, sino a valorarlos por sus características de apropiación identitarias, enaltecerlos y promoverlos a nivel cultural. Entender que han sido parte de nuestra historia, en los momentos de celebración, así como también en los momentos de resistencia y de pesar. Las cazuelas y los caldillos han sido calor, alegría, solidaridad y resiliencia para nuestras regiones, para nuestros hogares y para nuestra vida entera y en esta última versión de la fiesta tradicional Cazuelas y Cadillos así lo entendieron los cocineros y las autoridades quienes quisieron dar un sentido no sólo gastronómico a la instancia, sino también solidario.

¡Larga vida a las fiestas tradicionales de la cultura culinaria de nuestro pueblo chileno, son las únicas que permiten que nuestra identidad sobreviva!