Prácticamente, desde el comienzo de la cuarentena y de la suspensión de clases, quedó de manifiesto la relevancia fundamental de los profesores en el proceso educativo, producto de la imposibilidad de realizar clases presenciales, con el consiguiente deterioro de los procesos de aprendizaje de niños y jóvenes.

En efecto, las dificultades que han debido de enfrentar, tanto los docentes como las familias, ha conllevado a cuestionarse sobre los efectos que va a tener la situación en el desarrollo de los escolares.

Sin embargo, desde hace ya algunas semanas, se ha escuchado en diversos medios un incansable lamento de parte de muchos profesores, dando a entender el colapso por el que están pasando, tanto emocional como laboral, llegando a poner en duda una eventual vuelta a clases, aduciendo los riesgos de contagiarse y la inseguridad subyacente.

Ante esto, surge una reflexión: ¿Qué pasaría si hoy, la primera línea que representa el personal de la salud comenzara a no querer seguir trabajando, porque están colapsados o porque ponen en riesgo sus vidas y las de sus familias?, ¿Quién atendería a los enfermos?

Si bien, se puede entender el cansancio y agobio de la cuarentena después de tantos días de encierro, hoy es cuando, más que nunca, se requiere volver a reactivar el amor hacia los niños y jóvenes, a nuestra vocación de profesor, a través de un renovado sentido de misión.

Somos nosotros, los profesores, los que tenemos la responsabilidad de estar frente a los estudiantes, escuchándolos, animándolos y, sobre todo, empatizando con ellos y sus dificultades.

Hace unos días, un joven profesor dijo: Debemos ser la primera línea en la contención socioemocional de nuestros estudiantes. La educación fue nuestra elección y no sólo para los buenos momentos. Es ahora cuando debemos declarar a todos que también nuestra profesión importa y requiere reconocimiento. Cuanta razón en sus palabras.