Un estandarte que nos representa, un emblema que nos identifica, una bandera teñida de trabajo que habla de nuestra historia, un patrimonio heredado de un territorio que lo acoge; como a las historias campesinas relatadas en la obra maestra de Julio Silva Lazo “Mi abuelo Ciriaco”, un refrescante patrimonio hecho por campesinos, un brebaje que resiste igual que los nacionales a los embates de la economía, de la naturaleza, del sistema. El Chacolí es eso y mucho más, tanto que le debemos… tanto que lo escondemos.

El Chacolí no tiene defectos, sus imperfectas formas de producción y sus diversos colores rosan lo sublime, sin embargo, no lo reconocemos, pues lo bajaron en su momento más alto, cuando nos quisimos disfrazar de una cultura que no nos pertenecía. Quizás, el único vicio que puedo reconocer de la identitaria bebida tradicional de la Región del Libertador Bernardo O’Higgins es que está a punto de desaparecer.

“Rutas de la Patria Nueva” – el hermoso proyecto que pone en valor el patrimonio gastronómico y la despensa agroalimentaria de la Región de O’Higgins – define al Chacolí como un producto típico elaborado por campesinos chilenos por más de doscientos años y que, si bien es catalogado por la norma como un vino, éste detenta características propias que se desmarcan del vino como tal, por tanto, su categorización debiese estar ligada como un producto único, como Chacolí.

El brebaje artesanal es ligero, de baja graduación alcohólica y está presente en tres variedades: rosado, tinto y blanco. En el significativo trabajo documental de Francisco Quiñonez, “Difusión del paisaje y la cultura del Chacolí de Doñihue”, Fernando Mujica nos habla con pasión de la bebida campesina, señalándola como un fermentado de uva, fresco, frutal y floral que posee una identidad cultural propia. Además, el reconocido investigador del patrimonio culinario del territorio hace especial mención en las características históricas que convierten al Chacolí en un bastión importante que se asociada a nuestra cultura chilena, tanto en pertinencia social, como alimentaria.

El Chacolí en la historia

La popularidad que el Chacolí detentó durante largos años responde a un fenómeno identitario único. Bernardo O’Higgins lo sirvió para celebrar la victoria de Chacabuco. Además, esa popularidad la podemos evidenciar en épocas pasadas donde se vendía a la par con chichas, aguardientes y vinos tradicionales.

El enorme esfuerzo de los chacoliceros ha mantenido viva una tradición traída por los vascos en el siglo XVIII y que hoy sigue resistiendo pese a la indiferencia del estado. Son apenas nueve cultores los que van quedando, quienes nos entregan un producto de indescriptible riqueza culinaria y patrimonial.

La fiesta del Chacolí, inaugurada en 1975 en Doñihue, es un hito que ha consagrado porque sabe a valle de Cachapoal y a los parronales que representan para los chacoliceros un paisaje cultural único, importante y distintivo. Tanto así, que sus copas deslumbraron e inspiraron en compañía de las naranjas de nuestro territorio a Pablo de Rockha y a tantos otros cronistas gastronómicos que acompañan nuestra historia, como Oreste Plath.

El Chacolí de Doñihue es un tesoro único, al igual que los productores que participan en todo el proceso de su producción. A Don José Céspedes, a Doña Cristina Salas, a Don Leopoldo Carreño, a don José Medina, entre otros, les debemos un reconocimiento significativo. Es inmensamente importante promoverlos junto al Chacolí que nos brindan desde nuestras cocinas, es injusto que el mercado los omita y los aleje de nuestra identidad.

La tradición que en la década del 70 arrasa con nuestra memoria cultural – aquella que entendía que en la dinámica de comercialización nuestros productos campesinos eran de menor “calidad o sofisticación” – es la misma tradición que propició la entrada, promoción y puesta en valor de productos extranjeros en desmedro de los nuestros. Es una tradición y un entendimiento que debemos abolir por medio de la acción y difusión, desde el sector HORECA hasta la cotidianidad de nuestros hogares. Para ello, se necesita un estado protector del patrimonio, que materialice políticas públicas orientadas a la defensa de nuestros productos, que incentive a las comunidades a defender y a amar lo que está en nuestro “ADN.

No dejemos desaparecer a nuestros chacoliceros, incentivemos su consumo, ¡salvemos el Chacolí!