Nos regalan a diario la belleza de la admiración, el asombro y la pureza del candor. Nos empeñamos en cambiarlos y hacerlos perder lo que tanto extrañamos después, su capacidad de asombro.

Debemos por su bien guiarlos, pero nadie nos dice cómo. Aprendemos por ensayo y error, son nuestros conejillos de india.

Cargan con nuestros valores y temores, con nuestros días y con nuestras noches. Nos dan la dicha inimaginable de su amor y compañía, hasta que la vida los haga partir a hacer sus propias vidas.

Duro es entender que no son nuestros, son prestados. Nuestra misión, como sea, es  prepararlos para el mundo, pero hacemos exactamente lo contrario, tratamos de arreglar el mundo para ellos, no queremos que lloren, no queremos que se caigan,  que se lastimen, que sufran, disfrazando nuestros propios miedos y fantasmas, con la sobreprotección  y exceso de cuidado.

Pero al final del día, la vida se abre paso inexorablemente y caemos en cuenta que deben “aprender” de sus caídas, de sus raspones, de sus penas, pero también de sus alegrías, de sus logros, de sus pequeños grandes triunfos.

Niños, niñas, nuestra fuente inagotable de paz, alegría y asombro, nuestros pequeños tiranos y tiranas que nos convencen de lo que sea cuando nos miran a los ojos con sus caritas felices, embarradas y pegajosas sepa Dios de qué, pero que besamos sin pensarlo un segundo.

Sin duda …“Esos Locos bajitos”