Impresionante resultan las imágenes de la Catedral de París ardiendo mientras cientos y miles y millares de personas lo contemplaban horrorizados, unos presencialmente y otros, a través de los medios. Pero casi igual de impresionante fue ver a los jóvenes que, de manera espontánea, solidarizaban con el desastre, muchos de los cuales, en grupo y otros aisladamente, rezaban y cantaban cerca de las llamas. Impresiona ver orar con recogimiento y fe en una sociedad tan secularizada como la francesa -la occidental, en general-, en que las manifestaciones se reservan para la vida privada, y más cuando en su mayoría son jóvenes.

La pérdida de un monumento patrimonial, símbolo de la fe, ha despertado fibras estéticas, no me cabe duda, y eso nos ha conmovido a casi todos, pero también ha puesto en juego una fibra que está presente, aunque se la pretenda ocultar y acallar, que es la conciencia de haber recibido el don inmerecido de la vida, de la fe y del amor por parte de un Dios que no sólo crea el mundo y se olvida de sus habitantes, sino que los ama y se preocupa por ellos hasta el punto de dar su vida en una cruz.

¿Quizás era un trocito de esa cruz lo que latía en el corazón de esos jóvenes? La experiencia del sufrimiento la asume este Dios muerto en una cruz y estos jóvenes la hacen suya.

Resuena como eco de la invitación del Papa al hablar sobre los jóvenes, a sufrir con ellos, sobre todo cuando ponen de manifiesto algo que también como adultos debiera dolernos: “A veces el dolor de algunos jóvenes es muy lacerante; es un dolor que no se puede expresar con palabras; es un dolor que nos abofetea. Esos jóvenes sólo pueden decirle a Dios que sufren mucho, que les cuesta demasiado seguir adelante, que ya no creen en nadie. Pero en ese lamento desgarrador se hacen presentes las palabras de Jesús: «Felices los afligidos, porque serán consolados» (Mt 5,4). Hay jóvenes que pudieron abrirse camino en la vida porque les llegó esa promesa divina. Ojalá siempre haya cerca de un joven sufriente una comunidad cristiana que pueda hacer resonar esas palabras con gestos, abrazos y ayudas concretas” (Cristo vive, 77).

Impresionante. Mientras Notre Dame ardían en llamas, se elevaban al cielo súplicas y cantos de alabanza, de desagravio, de amor. Esos jóvenes nos recuerdan algo muy importante: que existe Dios y que es un Dios que sufre con los que sufren.