La educación superior en los tiempos del cólera
En los tiempos que corren, imborrable primavera de 2019, la universidad más que nunca debe cuestionarse respecto del rol que le cabe en medio de la crisis social que enfrenta Chile en la actualidad. No puede permanecer ajena, no puede encapsularse en indicadores de gestión, debe con urgencia y con esmero desempeñar el protagonismo que la interpela. Aquí la responsabilidad social entendida como la orientación de las actividades individuales y colectivas en un sentido que permita a todos, igualdad de oportunidades para desarrollar sus capacidades, suprimiendo y apoyando la eliminación de los obstáculos estructurales de carácter económico y social, así como los culturales y políticos que afectan o impiden ese desarrollo” (Urzúa, 2001), es sin duda un soporte necesario para enfatizar el rol social de la academia.
La eliminación de obstáculos estructurales no puede ser resuelta solo desde esfuerzos individuales, esa es la gran ficción a reconocer, requiere también de voluntades organizacionales y colectivas, donde la universidad, más allá de la formación profesional, puede contribuir desde el fomento de su capacidad dialógica y con ella de los actores que la construyen: profesores y los que colabora en formar: estudiantes. Si la universidad promueve el dialogo cívico y plural entre sus integrantes y con las comunidades en que se inserta, se conecta con ellos, se conecta con Chile. Se transforma en una comunidad ideal de comunicación y con ello transforma la sociedad. La reciprocidad, la empatía, la corresponsabilidad solidaria, la colaboración, el respeto y la inclusión son valores que puede favorecer.
En este diálogo, deben estar presentes todas las posiciones de enunciación como dice Preciado (2002) y todas las posibilidades de argumentación legítimamente orientadas al consenso, como recalca Apel (2007), ocupándonos porque los intereses de todos y cada uno estén representados, especialmente de quienes son considerados vulnerables y son más bien vulnerados: niños, niñas y adolescentes, mujeres, personas mayores, trabajadores, pobladores, migrantes, etnias, identidades diversas y disidentes, entre muchos otres. La universidad debe escuchar a sus estudiantes, a los profesionales que forma, a sus académicos y funcionarios, a la sociedad que la requiere. Debe reflexionar de lo que ocurre en Chile, debe problematizar, contener y ofrecer soluciones. En este momento no se resiste más sordera y la universidad no puede pecar de aquello, esto porque puede ser comprendida como una representación local de lo que ocurre a nivel social. Si la universidad dialoga, es posible confiar en que el país dialogue. Si cada uno de nosotros, aunque sea por un momento, dejamos de concentrarnos por lo que afecta nuestros microespacios de comodidad y nos ponemos legítimamente en el lugar del otro, es posible lograr consensos, desde nuestras diferencias. La justicia social, la igualdad de oportunidades, el respeto irrestricto a los derechos humanos, ya no se conforman en ser reducidas a utopías, hoy más que nunca claman por encarnarse, hacerse verbo, palabra y acción. El llamado es urgente y es hoy, ocupémonos de escuchar y responder oportunamente y con calidad.
La universidad es uno de los actores invitados a identificar y aportar soluciones a los problemas de interés público que hoy nos agobian, a través de estrategias e iniciativas ciudadanas desde la transparencia, pluralidad y sustentabilidad, en un marco de ética cívica y dialógica, donde aportemos a nuevas políticas públicas verdaderamente participativas, desde la cooperación multidisciplinar. La universidad puede desde su origen sustentado en el compromiso social, colaborar en quitarle espacio a la rabia, a la represión, a la violencia en todas sus formas, porque si no se involucra, se implica y complica, se convierte en un actor que no actúa, pasivo, silente, sin rol, cómplice y violento a la vez. Cada uno de nosotros tiene el derecho de vivir en paz, en dignidad y justicia social y para ello, debemos también poner a disposición nuestros talentos y privilegios si es que los hay.
La universidad aporta al conocimiento, pero no solo en el aula, debe sumarse al diálogo necesario que Chile demanda, desde sus saberes y desde la formación de ciudadanos socialmente responsables, no puede conformarse con solo aportar a la movilidad social individual, debe servir a las comunidades en que se inserta. A decir de Valleys, su manera de entender, interpretar e imaginar el mundo, comportarse en él y valorar ciertas cosas más que otras, influye sobre la ética profesional y aquí corre un riesgo si solo se reduce la colocación de jóvenes en el mercado laboral, desentendiéndose de la pobreza o promoviendo el elitismo y la segregación social, generando capital antisocial, que desvincula la formación académica de la acción social o se satisface con iniciativas de voluntariado asistencialista.
Chile pide hoy, transformaciones sociales y la educación superior debe estar a la altura para construir un Chile distinto, diverso, inclusivo e incluyente, justo y solidario. Esa es la realidad frente a nosotros, tengamos el genuino interés de observarla, escucharla y hacernos cargo de los que nos atañe, porque la responsabilidad social es también la obligación de responder ante la sociedad como un todo, por acciones u omisiones y se ejerce, cuando corresponde, desde alguna persona hacia todas las otras (Sáez, 2001). Así un profesor tiene mayor responsabilidad cuando asume la obligación de formar a sus estudiantes y un líder político tiene mayor responsabilidad cuando decide representar las necesidades de quienes lo eligieron para gobernar. No perdamos esta oportunidad valiosa, no dejemos que nuestro bienestar individual nos haga ciegos, sordos y mudos ante el malestar social, porque un profesor también educa cuando actúa. Entonces que nuestros actos sean democráticos, justos y dialógicos, es parte del deber ético político que estamos convocados a asumir, para romper con la desigualdad y aportar al desarrollo social para todos, todas y todes.