Soñar en sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno (T.S. Elliot)

En esta hora dolorosa, uno intenta encontrar un poco de consuelo en la reflexión sobre lo sucedido. Estoy consciente que las palabras que uno escribe no las leerán ni los que más protestan ni los que lideran el país, pero creo que hoy es una obligación moral e intelectual de todos los chilenos tratar de comprender qué le pasó a nuestra patria, y más importante aún, visualizar caminos de solución a esta crisis.

Lo primero que debo decir es que, aun a riesgo de nadar contra la corriente, no me convence del todo señalar que el único responsable de todos los males sociales es el modelo económico neoliberal que se impuso en Chile desde los años 70. No pretendo defender el sistema económico, por el contrario, estoy convencido que la implementación de un paradigma de crecimiento que hizo de la maximización de las utilidades y el esfuerzo individual el criterio principal de acción es uno de los grandes causantes de la pauperización material y espiritual en Chile.

Es cosa de pensar en todos esos efectos perversos fácilmente identificables de este proceso acelerado de modernización: la desertificación de las ciudades a causa de implacables proyectos  inmobiliarios, la desaparición de los espacios públicos y vida de barrio por efectos de los grandes mall y el negocio del retail, la transformación de la cultura como un bien de consumo sólo al alcance de una elite, la desprotección de los adultos mayores y mujeres en edad fértil como “cargas” del sistema, la segregación entre estudiantes que pueden pagar y los que se deben conformar con una educación mediocre, así como la misma destrucción de la vida familiar, debido a las grandes distancias y excesos de horas de trabajo que deben cubrir los jefes de hogar. El punto es si todo esto es culpa del sistema, como entidad impersonal, o más bien de quienes han usufructuado de él: empresarios codiciosos y mandos medios abusadores, élites indolentes, personas que negociaron a costa de nuestra salud, sostenedores de colegios y dueños de universidades sinvergüenzas, etc., por nombrar a algunos de sus peores elementos.

Para que se entienda lo señalado, podemos pensar que también nuestra frágil democracia encierra sus males y vive su crisis: sobre representación de las elites más adineradas y poderosas, retórica efectista, servilismo hacia los grupos más vociferantes, farandulización de la política, imposición de órdenes de partido por sobre la deliberación, por nombrar algunos ejemplos. ¿Son estos problemas esenciales del sistema político y la razón para abolirlo o reemplazarlo, o, más bien, son parte de una patología de difícil cura que lo ha enfermado?

Lo que digo no significa tampoco un llamado a quedarnos con lo bueno del sistema económico para hacerlo más amable. La cuestión fundamental es dilucidar si el remedio de todos estos males consiste simplemente en cambiar el modelo vigente por uno nuevo: llámese de reparto solidario o de bienes públicos. Estoy convencido de que antes de esto, mucho antes, se requiere un cambio en actitudes y mentalidades que hemos naturalizado. Pues el individualismo y el egoísmo, la mirada hacia el otro como alguien sobre el que puedo sacar ventajas, el ensimismamiento narcisista, el consumismo material, lo mismo que el pisotón abusivo y el desprecio discriminador hacia quien está más abajo, también pueden envenenar otros sistemas distintos al neoliberal o corromper cualquier participación política.

De hecho, para no ir tan lejos, en los mismos que se manifiestan contra el sistema, y que proponen que el Estado juegue un papel más importante y las organizaciones sociales tengan un rol más protagónico, también puede colarse -sin casi percibirlo- la misma cerrazón e incapacidad para ponerse en el lugar del otro y al cuidado del otro, para pensar sólo en la satisfacción de mis privilegios e intereses ahora y sin costo.

Este tiempo de crisis nos tienen que hacer reflexionar sobre qué país queremos, y no sólo qué sistema económico o político. En esa línea, este tiempo es también una oportunidad. Y una oportunidad para mirar cómo muchas personas se atrevieron a dar un salto fuera de sí para responsabilizarse por las dificultades y carencias de un otro. Me refiero a los que salieron a protestar pacíficamente con sentido de país, pero especialmente a los que concurrieron voluntariamente a limpiar y reparar las estaciones del metro que habían sido destruidas por otros, los que se atrevieron a llevar en sus autos a desconocidos que no tenían movilización, los que optaron por atender a militares y policías como hermanos que estaban viviendo una dura jornada, así como muchos que en medio del desabastecimiento se propusieron comprar lo mínimo y pensar en los demás. Pueden ser gestos pequeños para momentos extraordinarios, pero creo que sólo desde ese corazón solidario capaz de ver el país como una gran familia, donde lo que le sucede al otro es de mi incumbencia, es posible construir un nuevo sistema más humano para nuestro país, capaz de erradicar la violencia y traernos la paz que nace de la justicia.