Por: Lilian Burgos Araneda- Coordinadora Programa Licenciatura en Trabajo Social.

Nadie puede negar que ya a un año de la llegada de la pandemia a nuestro país, no estemos experimentando una fatiga ante las restricciones que las autoridades han debido implementar en pro de detener el contagio y disminuir los casos de hospitalizaciones graves y en casos extremos, fallecimientos.

En el mundo, éstas medidas han sido cuestionadas debido principalmente a la imposibilidad de regular y fiscalizar que se cumplan efectivamente y a la lucha incansable de nuestro sentido gregario por sobrevivir y tener contactos con otros.

La mantención de la vida es el principal valor que se persigue a través de las restricciones, pero estas restricciones a las libertades colindan con una línea invisible entre el deber ser y las patologías de salud mental que conlleva el encierro, la soledad, la falta de contacto humano y la pérdida del sentido de asociación. Esta última variable, es interesante de analizar y se   constata en la necesidad de socializar y vincularnos con otros seres humanos conocidos o no.

Algunos cuestionarán la urgencia de reuniones sociales, fiestas clandestinas, matrimonios que superan los aforos permitidos, etc. Otros relativizan la importancia del contagio intradomiciliario (por contactos con familiares que no viven dentro del núcleo). Y un tercer grupo se ha aislado desde el inicio de la crisis sanitaria con los costos emocionales y psicológicos evidentes de no tener contacto con sus seres queridos más allá de una video llamada.

En otra línea, apareció la tecnología como la salvadora de esta sensación de aislamiento permanente, sin embargo, por la extensión impensada de esta enfermedad, se comenzó a acuñar el concepto de “fatiga de conexión”.

Ya perdimos el asombro inicial del uso de plataformas virtuales con el cual partimos obligadamente para mantener el trabajo y/o estudiar. El exceso de horas frente a la pantalla, ya nos está pasando la cuenta y no aparece tan atractivo como al principio y evidenciamos como usuarios de las mismas, luego de más de un año, una merma en la cantidad de conexiones sociales a través de las mismas. Ya no pareciera tan entretenido por ejemplo, en algunos casos celebrar cumpleaños o reuniones sociales por meet, zoom, u otras redes, limitando su uso al ámbito laboral y/o escolar.

Se ha acuñado entonces el nuevo concepto de “fatiga de pandemia” asociada a la larga estadía de la convidada de piedra en que se convirtió esta enfermedad, que se esfuerza cada día por no abandonarnos. El exceso de información frente a la enfermedad, la normalización de los contagios y las muertes por contagios, el cansancio colectivo del encierro y la incertidumbre del fin de este ciclo, nos obliga a resignarnos ante la fragilidad de todos los sistemas y el carácter voluble del ser humano, de sus instituciones y el desafío de seguir soportando en pro de mantenernos y en espera de que el panorama mejore.

La vacunación pareciera ser entonces a pesar de creencias individuales el mejor ejemplo de la supeditación de mis intereses personales por bajo los grupales, lógica sobre la cual funciona la idea de la ansiada inmunidad de rebaño. El uso de la mascarilla en espacios comunes, el mantener la distancia social entre otras medidas no solo se implementan para “salvarme como individuo” sino para mantener a salvo al otro, al otro que está a mi lado, que no necesariamente conozco ni reconozco.

La pérdida de las libertades individuales debe primar entonces por sobre las colectivas, este es un sentido básico del ser gregario. ¿Qué es ser gregario entonces? Es aquella condición de algunas especies de vivir en grupos y en comunidades, en donde se persiguen metas y objetivos comunes. El dolor de otros por las partidas de amigos y familiares debería entonces, estar siempre por sobre nuestras necesidades y libertades personales, por ello solo queda entender entonces, que esta pandemia llegó para cuestionar el valor que cada uno de nosotros le regala a este instinto primitivo.