Reivindicando la vacunación como una acción de empatía y responsabilidad social

En el marco de la Semana de Vacunación en las Américas, actividad promocionada por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), me ha parecido pertinente reivindicar las vacunas al lugar que se merecen.

En tiempos donde la desinformación se propaga más rápido que las enfermedades respiratorias, es urgente levantar la voz en defensa de uno de los logros más grandes de la medicina moderna: las vacunas. Gracias a ellas, enfermedades que alguna vez mataban o dejaban con secuelas a poblaciones enteras, como la viruela o la poliomielitis, han sido erradicadas o controladas. Sin embargo, hoy nos enfrentamos a una nueva amenaza: el escepticismo infundado y el rechazo a la vacunación. Ambos elementos se amplifican mediante fake news y las redes sociales en donde las verdades científicas sobre las vacunas se ven eclipsadas por información errónea, sensacionalista y emocionalmente manipuladora. Para proteger la salud pública, es esencial que los ciudadanos no solo se informen de manera crítica, sino que las plataformas sociales asuman su responsabilidad en la promoción de contenidos verificables y la lucha contra la desinformación.

Desde un punto de vista científico, el mecanismo de las vacunas es claro y probado. Estas preparaciones estimulan al sistema inmunológico para que reconozca y combata agentes infecciosos específicos, generando inmunidad sin causar la enfermedad. La evidencia es abrumadora: según la Organización Mundial de la Salud (OMS), las vacunas salvan entre 4 y 5 millones de vidas cada año. Según la OPS los esfuerzos mundiales de inmunización salvaron 154 millones de vidas en los últimos 50 años, lo que equivale a 6 vidas por minuto.  En términos de salud pública, su impacto es incuestionable.

Pero más allá de la protección individual, las vacunas tienen un valor colectivo: permiten alcanzar la inmunidad de grupo o inmunidad comunitaria. Esto significa que, cuando una mayoría de la población está vacunada, se corta la cadena de transmisión del agente infeccioso, protegiendo incluso a quienes no pueden vacunarse por razones médicas. Sin embargo, este equilibrio se rompe cuando una parte significativa de la sociedad decide no vacunarse sin justificación científica.

Las personas que rechazan las vacunas no solo se exponen a sí mismas a enfermedades prevenibles, sino que también representan un riesgo para los más vulnerables: bebés, personas inmunodeprimidas o ancianos. Por ejemplo, los brotes recientes de sarampión en regiones donde ya estaba controlado se han asociado directamente a la caída en las tasas de vacunación, impulsada por teorías conspirativas y desinformación en redes sociales.

Negarse a vacunar no es un acto de libertad individual; es una irresponsabilidad social. La ciencia no es una cuestión de opinión, es una construcción basada en evidencias acumuladas, en estudios clínicos rigurosos y en resultados reproducibles. Los movimientos antivacunas no solo rechazan la evidencia, sino que socavan la confianza pública en la medicina, algo extremadamente peligroso en tiempos de crisis sanitarias globales.

Reivindicar el valor de las vacunas es también defender el derecho colectivo a la salud. Es reconocer que la empatía y el conocimiento son nuestras mejores armas frente a los desafíos sanitarios. Vacunarse no es solo cuidarse, es cuidar a los demás.