Panadería tradicional chilena: entre harina, grasa, prefermentos y brasas
El patrimonio culinario no sigue reglas fijas de composición en su evolución. Es una respuesta sublime a las condiciones sociales y comunitarias, y nunca retrocede: se mantiene incólume ante las tendencias. Es, además, base e influencia para el estudio y las competencias formales. No tiene fines pecuniarios, por lo que en su desarrollo se comprenden valores humanos y fundamentos filosóficos que no pueden convertirse en insumos de venta. Hoy, muchos buscan en la alta cocina las respuestas que se hallan en la cocina rural chilena. Extraviados ante la dinámica comercial, necesitamos levantar el velo cuanto antes para otorgar el lugar que merece nuestra cocina tradicional chilena en todas sus categorías.
Desde los 7 años, y por herencia materna, las hermanas Olivia, Juana e Inés Zúñiga Guerrero han amasado de manera magistral los ingredientes que dan vida a un pan amasado de características indescriptibles: con miga apretada y sabrosa, ese dejo sutil a grasa de vacuno y la acidez perfecta de un prefermento infinito que lleva más de 60 años leudando, no sólo el pan, sino también sus saberes, vidas y proyecciones. Harina, agua, grasa y sal: nada más en lo físico, pero en lo inmaterial, una técnica prodigiosa de amasado manual que ha dejado huellas imborrables en sus manos, únicas herramientas para lograr un trabajo perfecto de manufactura. La sabiduría y la experiencia que han acumulado parecen haber reemplazado a las máquinas de estandarización, logrando el mismo producto en sabor y características que hace más de 50 años, cuando comenzaron a comercializar las costumbres de la familia: una mezcla de tortilla criolla y pan amasado, de crocancia y perecibilidad insuperables. Esto lleva consigo un método de cocción único: la temperatura y los tiempos exactos, el humo equilibrado y sublime que da la piedra y la leña en un horno de barro, que resiste a detener la cocción incesante de los formatos que mantienen viva nuestra tradición.
Y es que, junto a la dinámica del amasado, las hermanas Zúñiga también son un bastión de resistencia frente al absurdo de la cocina internacional que ha invadido las ciudades y hasta los pueblos más rurales de nuestro país. Ya son décadas a cargo de la cocina y los comedores que, ubicados en su casa, alimentan a los trabajadores que dan vida a la feria de abastecimiento de San Vicente de Tagua-Tagua. Lo hacen con una oferta estacional, como suele ser la lógica de la cocina tradicional, asociada a las preparaciones más representativas de la gastronomía de Cachapoal. Desde los matices de verano, liderados por el choclo y los tomates antiguos, hasta los insumos de guarda, hojas y otros que dan vida a los guisos, cazuelas y legumbres.
El legado del pan
Sin embargo, a pesar de la excelencia de la cocina y el pan de las hermanas Olivia, Juana e Inés, la salud que afecta nuestra identidad también merodea cerca de esta invaluable historia. La invisibilidad de un magistral trabajo diario desde una sociedad ignorante que comúnmente no reconoce el valor de los artesanos culinarios locales se hace presente una vez más. Lo que en otra latitud se reconocería como un tesoro humano vivo para la cultura, en Chile pasa desapercibido como un elemento más.
El pan y su legado – que ha sido base de la alimentación de los chilenos en diversos contextos sociales – deberían enseñarse desde la primera infancia en nuestros establecimientos educacionales. Las cocineras y cocineros a cargo de su elaboración, guardianes de la tradición y de la culinaria chilena, enaltecen nuestra cultura, identidad y autoestima a través de la honestidad que rodea la panadería tradicional chilena, que sabe a humo, a grasa animal y que resume la geografía de la zona central en un solo formato.
Una sociedad que no reconoce sus fundamentos culturales no puede crecer de manera saludable ni sostenible. La puesta en valor de las y los maestros de la cocina chilena debe ser urgentemente enaltecida y difundida. De lo contrario, una y otra vez tropezaremos con la oferta foránea que poco tributa a nuestra historia, que no es pertinente a nuestras emociones y recuerdos, que poco nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.