La vinculación de la docencia gastronómica con el territorio

Durante años, desde la academia, fuimos testigos de cómo los programas formativos en gastronomía se enfocaban en técnicas, formatos y referentes internacionales, desconectados de nuestra cultura culinaria. Poco se visibilizaba el patrimonio agroalimentario chileno, nuestras tradiciones y los territorios que nos conforman. Como resultado, muchos estudiantes se convertían en cocineros de lo ajeno, con aspiraciones vinculadas a otras culturas y objetivos laborales lejanos a sus paisajes y comunidades de origen. Admiraban profundamente las tendencias foráneas, y esto se reflejaba en las cartas de los restaurantes, donde las propuestas carecían de identidad nacional. Lo local era percibido como poco sofisticado, el turista no encontraba una oferta clara de gastronomía chilena, y nuestras ciudades – incluso pueblos – se llenaron de platos extraños para nosotros y ajenos a nuestro entorno.

Sin embargo, en los últimos años, y casi como un acto de justicia cultural, el panorama ha comenzado a cambiar. La academia ha dado un giro hacia lo nacional. Hoy, afortunadamente, los programas formativos incluyen un número creciente de asignaturas dedicadas a la gastronomía chilena, incorporando los saberes de la cocina campesina, las tradiciones populares y el criollismo que nos representa. Cada nueva cohorte reflexiona con mayor profundidad sobre los formatos propios de nuestra cultura, aplicando innovación y técnica a las preparaciones tradicionales. Así, desarrollan propuestas de valor que enaltecen nuestro patrimonio culinario, y llevan ese estandarte al mercado gastronómico, el cual empieza, poco a poco, a volverse más pertinente y coherente con nuestra identidad.

Este cambio ha sido posible gracias a cocineros que comprendieron que lo que realmente nos diferencia es el conocimiento de nuestra propia cocina. En los exámenes de título ha crecido el interés por reivindicar lo nuestro, fruto de una educación que ha entendido que la única manera de posicionar nuestra despensa es enseñándola desde las aulas, reconociendo su valor social e histórico.

Cambio de paradigma

Estoy convencido de que este proceso se fortalecería aún más si la educación pública —desde la primera infancia hasta la enseñanza media— incorporara de manera sistemática la riqueza de nuestra cocina, vinculándola con los productores, productos y paisajes del país.

Otro pilar fundamental en este cambio de paradigma han sido los proyectos de vinculación con el medio, que conectan a los estudiantes de Educación Superior con las comunidades del alimento y les permiten descubrir el valor indescriptible de los productos regionales. La docencia ya no se limita al aula o al taller. Hoy, los procesos de enseñanza se extienden fuera de las instituciones, integrando a los protagonistas del quehacer culinario mediante transferencias técnicas bidireccionales, seminarios y proyectos de innovación. Estas experiencias han transformado a los estudiantes, quienes han logrado ejecutar propuestas gastronómicas innovadoras que rescatan productos tradicionales, promueven la sostenibilidad y fortalecen las experiencias culinarias locales.

La única esperanza para que nuestra cultura culinaria siga desarrollándose y se mantenga viva en un mercado que históricamente ha marginado lo propio, es la educación. Una educación que enseñe desde los territorios, visibilice nuestros productos y productores, y valore nuestras preparaciones y relatos. Solo así la gastronomía chilena podrá alcanzar todo su potencial.

Pero esto no basta si no se complementa con políticas públicas y una estrategia de desarrollo turístico y gastronómico coherente, que contemple una inversión real para posicionar una gastronomía chilena fuerte y sostenible. Se necesita una estrategia que ponga en valor lo nacional por sobre lo foráneo: desde los restaurantes hasta los productores, desde la artesanía culinaria hasta las materias primas.

La educación, la asociatividad y una política pública articulada serán las claves para que la cocina chilena ocupe el lugar que merece. En este desafío, todos y todas tenemos un rol. Que nunca dejemos de intentarlo. Que nuestras temporadas se vivan como un eterno mes de septiembre. Educar es humanizar el comportamiento, y sin sensibilidad ni amor por lo nuestro, no lograremos construir una cultura gastronómica sólida y orgullosa de su identidad.