El ejercicio realista de la excelencia: “es propio del magnánimo tener confianza en los otros”
Todos deseamos algo grande en la vida y nos esforzamos para conseguirlo. No todos pisaremos la Luna ni ganaremos Premio Nobel, pero sí podemos ser felices y contribuir a la felicidad de los demás. Y esto es así porque lo que hace a las obras “grandes” no es tanto su tamaño exterior o su éxito social, sino su calidad humana y espiritual. De hecho, la honra, el reconocimiento y el aplauso de los demás son consecuencia de lo bien hecho y, por tanto, de la excelencia personal. A ello ayuda revestir nuestro ánimo con la virtud de la magnanimidad, que nos dispone y “anima a aspirar a lo más alto” (Suma Teológica, II-IIa, q. 133, a.1) para superar los obstáculos –externos o internos- que lo dificulte.
El fundamento para eso es ir desarrollando todo lo bueno que tenemos –nuestras potencias- al máximo posible y en colaboración con los demás con quienes compartimos tal aspiración. Por un lado, los necesitamos, pues la excelencia no se alcanza de forma aislada ni egoísta; pero, por otro, como somos personas únicas e irrepetible, lo concretaremos de una forma original, nunca igual a los demás, y con un aporte también personal. Este equilibrio evita las envidias que paralizan y promueve la integración realista de los aportes personales.
En este ascenso a lo “más alto” vamos desarrollando nuestras dimensiones y potencias: corpóreas, artísticas, intelectuales, profesionales y sociales. Pero hay una específica del ser humano que es su capacidad de salir de sí mismo y de su horizonte limitado, al ser capaz de trascenderse y aspirar al infinito. Santo Tomás, en esto, reconoce que “el alma intelectiva, porque puede comprender lo universal, tiene capacidad para lo infinito” (Ia, q. 76, a. 5, ad. 4). Al proyectarnos al infinito, la excelencia adquiere dimensiones insospechadas que, por otro lado, supera nuestras solas fuerzas –limitadas y finitas. Experimentamos a la vez la aspiración natural a algo que nos supera pero nos hace plenos –un amor puro por encima de rencores y pequeñeces, por ejemplo- y, la constatación de que no lo logramos con nuestras fuerzas –pues nos cuesta perdonar o devolver la confianza perdida.
Ante tal disyuntiva cabe adoptar dos posturas: o renunciar a esa aspiración como irrealizable y acallar así el deseo de infinitud, o abrirnos al mismo Infinito que viene hasta nosotros para que nos colme de Sí y nos perfeccione. La primera lleva al sinsentido, la segunda es la que se abre a la gracia de Dios e identifica la excelencia con la santidad.
De esta manera, a quien se le confía y aspira a lo más alto, Dios no le niega su gracia sobrenatural ni su ayuda para ir creciendo y acercándose al ideal por excelencia, Cristo, Dios y hombre verdadero. Sabe que puede llegar a la excelencia más elevada si se esfuerza y a la vez se abre con confianza a ser ayudado. “Pues todo hombre necesita, en primer lugar, del auxilio divino, y después también del auxilio humano, […] por eso es propio del magnánimo tener confianza en los otros” (Ibid, II-IIa, q. 129, a. 6, ad. 1). Ayuda que necesitamos especialmente para obrar el bien y la virtud sin caer en la presunción, pues “no es presuntuoso el que uno intente hacer cualquier obra virtuosa. En cambio, sí lo sería si pretendiera hacerlo sin la ayuda divina” (q. 130, a. 1, ad 3).
Excelencia y esfuerzo en un caminar humano de plenitud, sí, pero abierto a la vez a un horizonte infinito, donde los criterios de éxito se elevan hasta lo divino.