Cocina con alma: artesanía que se saborea
Cuando hablamos de gastronomía, solemos pensar en recetas, ingredientes o sabores. Sin embargo, su alcance es mucho más amplio. La cocina es un lenguaje cultural que narra historias, tradiciones y formas de vida. No se limita al plato: involucra el territorio, el entorno donde se producen los alimentos, las técnicas con que se preparan y los objetos que acompañan su presentación. En este contexto, la gastronomía se convierte en una herramienta de identidad y pertenencia.
Uno de los elementos menos visibilizados, pero más significativos de esta identidad es la artesanía local, que cumple un rol fundamental en la construcción de una experiencia culinaria auténtica. La artesanía no sólo aporta belleza o funcionalidad; es también testimonio del vínculo profundo entre comunidades y territorio. En la región de O’Higgins, esta conexión se manifiesta en diversos oficios tradicionales que enriquecen la experiencia gastronómica y la dotan de sentido.
El trabajo en piedra de Pelequén, por ejemplo, realizado por hábiles canteros, produce morteros y platos de granito rosado que no sólo cumplen funciones prácticas, sino que transmiten una estética y una historia. La greda de Pañul, moldeada a mano, es otra expresión del saber ancestral; su resistencia al calor y su color particular hacen de cada pieza un objeto único. A esto se suma el mimbre de Chimbarongo, presente en cestas y utensilios que decoran y estructuran los espacios gastronómicos con calidez y autenticidad. Y no podemos olvidar la cerámica de Lihueimo, cuyas figuras campesinas recrean escenas tradicionales donde la cocina y la vida rural se entrelazan, aportando narrativa y valor patrimonial.
Cada plato tiene su historia
Estos elementos no son accesorios. Son parte esencial de una propuesta gastronómica que busque coherencia entre lo que se sirve y el lugar desde donde se sirve. Incorporarlos en la cocina —desde casas hasta restaurantes— no solo embellece, sino que contribuye a visibilizar oficios en riesgo, reconociendo a sus cultores como portadores de un patrimonio vivo.
Ahora bien, la conversación sobre identidad gastronómica en la región de O’Higgins suele toparse con una pregunta compleja: ¿cuál es su plato típico? La respuesta no es sencilla, y en realidad, no debería serlo. O’Higgins no se reduce a una receta, sino que posee una despensa vasta y diversa: uvas, maíz, vegetales, carnes, mariscos… Fijarse únicamente en ciertos platos es perder de vista la riqueza y estacionalidad de los productos locales. Es limitar una cocina que tiene todo para ser dinámica, creativa y representativa del territorio.
En esta línea, es clave entender que el patrimonio gastronómico no es estático. Las recetas tradicionales son valiosas, pero también lo son las creaciones contemporáneas que dialogan con la historia y las nuevas realidades. Las cocinas evolucionan, se mezclan, se reinterpretan. Lo importante es que, en ese proceso, se mantenga el respeto por el origen de los ingredientes, el trabajo de quienes los producen y la cultura que los envuelve.
La gastronomía de O’Higgins —y de Chile en general— tiene un enorme potencial para posicionarse como un activo cultural, turístico y económico. Pero para ello, es necesario mirarla de manera integral: desde el campo a la mesa, desde el artesano al chef. Solo así podremos construir una cocina con identidad, capaz de representar lo que somos y, al mismo tiempo, proyectarse al mundo.
La experiencia internacional nos muestra que cuando se valora el producto local y se integra a quienes lo hacen posible —agricultores, pescadores, artesanos—, la gastronomía se convierte en un verdadero motor de desarrollo social, económico y cultural. Chile tiene todas las condiciones para seguir ese camino. Lo que necesitamos es voluntad, visión y una estrategia que entienda que, en el fondo, cada plato cuenta una historia. Y esa historia comienza mucho antes de llegar a la cocina.