La presencia de la ausencia de Dios suena a paradoja, puesto que niega y afirma su presencia. Esto va más allá de una temporalidad, aparentemente algo pasa y se aleja como pasado y presente. Las palabras no pueden expresar el insertarse de Dios, porque, si bien lo recibe el hombre, la divinidad, en cuanto motivando el existir humano, permanece en su misterio. Esto causa la compleja sensación que acompaña a la humanidad y es palpada en muchas de sus más nobles manifestaciones artísticas, religiosas y éticas. Todas ellas, naciendo para su verdad y esplendor, desde un lazo profundo con la esencia de lo numinoso. Estar oculto es estar. La certeza viene de ese mismo presentir y es la misma verdad que dice nada y al mismo tiempo puede decirlo todo.

Lewis manifiesta que todo se dirige a Dios y como Él ha estado presente en todos nuestros amores. No es en absoluto un extraño y lo que consideramos nuestro, siempre fue Suyo. Sus palabras sintetizan la intimidad revelada en  la lejanía de Dios. En efecto.

“Fuimos hechos para Dios. Únicamente por ser en algún sentido como Él, sólo por ser una manifestación de Su belleza, benevolencia, sabiduría o bondad, los seres amados terrenales han despertado nuestro amor. No es que los hayamos amado demasiado, sino que no entendimos por completo lo que estábamos amando. No es que se nos vaya a pedir que a ellos, tan profundamente cercanos a nosotros, los dejemos por un Extraño. Cuando veamos el rostro de Dios sabremos que lo hemos conocido desde siempre. Ha tenido parte en todas nuestras experiencias terrenales de amor inocente, las ha hecho, sostenido y, momento a momento, desde su interior las ha animado. Todo lo que en ellas era verdadero amor, era- aun en la tierra-más Suyo que nuestro, y nuestro solo por ser Suyo”.1

Al afirmar Lewis que si uno “se mira en un espejo y no encuentra ningún rostro” es, porque ya se sabe poseedor de uno que espera reflejar; si no lo ve buscará otra explicación. Se sabe con rostro y esa es la certeza, aunque el espejo no le muestre nada.

Se indaga, entonces, desde una existencia que no se justifica por sí misma y guíandonos  a su plena realidad con huellas casi imperceptibles, pero que bastan para motivar la inquietud que la presiente. Aquel temor reverencial frente a lo desconocido, es un verdadero acicate para desentrañar su misterio.

 

1 LEWIS, C.S. Los cuatro amores. Andrés Bello, Santiago de Chile. 2001. P 167