En el amor hay cierta indigencia, que no es fácil de discernir. Necesitamos el Amor que pueda señalarla; nuestra indigencia ontológica no puede superarse desde y en nosotros mismos; necesitamos la apertura a la divinidad que, desde los cauces de la revelación sobrenatural, revela al hombre como criatura. Cauces propiamente de fe, pero que la filosofía  también justifica, al darse cuenta del ser humano como ser efectuado y causado.

Si queremos ver lluvia y sol y no la aridez de nuestros propios cultivos, tendremos que acogernos a la misma realidad que nos hizo a nosotros; si recurrimos solo a nuestras propias facultades, no lograremos belleza alguna. En la siguiente  metáfora, Lewis,  nos permite darnos cuenta de que lo que nosotros podemos anhelar con nuestra voluntad, tiene una insignificancia radical, desde la perspectiva  de  lo que ha sido creado. Lo  plantea así:

“Cuando Dios plantó un jardín puso a un hombre a su cargo, y a el hombre lo subordinó a Él mismo. Cuando plantó el jardín de nuestra naturaleza e hizo que en él crecieran amores florecientes y fructíferos, destinó nuestra voluntad a ‘cultivarlos’. Comparada con esos amores, la voluntad humana es árida y fría. Y a menos que Su gracia descienda sobre nosotros, como la lluvia y la luz del sol, escaso provecho sacaremos de ese instrumento”.[1]

La certeza que se constituye al entender la existencia humana como dependiente, permite ir en búsqueda de la humildad. Esta virtud, ligada a toda verdad, ayuda al hombre a abrir los ojos frente a su verdadera realidad.  La  belleza  que descubre o realiza en sus acciones, no será tal, si no se basa en el esplendor divino que realmente la fundamenta. En efecto.

“… ¡no permita el cielo que trabajemos a la manera de los que presumen de rectos o de los estoicos! Mientras tajamos y podamos, sabemos bien que lo que estamos tajando está preñado de un esplendor y una vitalidad que nuestra sola voluntad racional jamás podría haber aportado. Liberar ese esplendor, permitirle ser plenamente lo que está intentando ser, tener árboles altos en vez de una maraña de matorrales y manzanas dulces en vez de ácida fruta silvestre, son parte de nuestro propósito”.[2]

Es fácil confundirse y creer que uno se está acercando a Dios cuando verdaderamente va en dirección contraria. Además, el hombre que presiente la Caridad debe estar imbuido de la vida cristiana que lo perfecciona y le ayuda a señalar el camino correcto hacia Dios. Como podemos ver:

“Es peligroso inculcar en una persona la obligación de ir más allá del amor terrenal cuando lo que en verdad le resulta difícil es llegar hasta él. Y sin duda es harto fácil amar menos a nuestro prójimo e imaginar que eso obedece a que estamos aprendiendo a amar más a Dios cuando la verdadera razón puede ser muy diferente. Puede que sólo estemos ‘confundiendo las caídas de la naturaleza con los incrementos de la Gracia’”.[3]

 

____________________________________________________________________________

1 LEWIS, C.S. Los cuatro amores. Andrés Bello, Santiago de Chile. 2001. p. 142

[2] LEWIS, C.S. Los cuatro amores. Andrés Bello, Santiago de Chile. 2001. p. 142-143

[3] LEWIS, C.S. Los cuatro amores. Andrés Bello, Santiago de Chile. 2001. p. 143