El libro de Job es un amasar. La harina es este hombre justo que gozaba de una plenitud y riqueza suficiente para ser tal. Efectivamente, su humanidad era magnífica, sin ninguna carencia aparente, pues aún ignoraba que el pan de su vida, no estaba digno para la mesa, de la verdadera existencia. Cuando Job le dice a Dios “de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos” (Job, 42, 5). Ahí ya está entregado a la metanoia provocada por la finalidad de su padecer.

Estaba con Dios en su opulencia, en su bienestar y felicidad. ¿Para qué entonces su desgracia? Él no había convertido sus amores en semidioses, que reemplazaran en su corazón al verdadero Dios; sin embargo, esta perfección humana, al ser vista por Dios, va a ser ensalzada a un estadio divino. No sabemos quiénes somos realmente, hasta que somos probados y se nos acoge en una dimensión superior. Esta no es alcanzable en el transcurrir terrenal, si no somos tomados por la mano misteriosa que nos dirige a la presencia divina. Job es verdaderamente Job cuando Dios mismo se lo revela.

A menudo el hombre olvida que las realizaciones humanas son también dependientes de las circunstancias, que solo puede manejar Dios. La forma en la cual las encaramos y que pueden ser muy cercanas a lo que Dios nos pide, representa una contradicción llena de misterio. Este rompimiento con lo cotidiano, con nuestro acaecer normal, pareciera un ocultamiento divino, un enojo, una verdadera negación de su presencia en nuestras vidas. Esto debe aceptarse realmente para que se cumpla el sentido del sufrimiento. Debemos contemplar nuestra nada en el mismo sitio donde contemplamos nuestra riqueza. Este absurdo será el acicate que nos permitirá ver la nueva relación con Dios. Es un arrebato que nos abre los ojos para lograr algo que con nuestros medios y capacidades humanas ni siquiera presentíamos. Job –en cierto sentido- no sospecha que sea Job. La vida humana es así. Con facilidad nos aburguesamos en placeres acomodaticios. El amor fácilmente se satisface y se cree gozando de una plenitud que agrada a Dios. Es el sufrimiento el que va a ayudar a dar el verdadero paso a la trascendencia. Ésta se creía lograda en un bienestar material y espiritual, presumiblemente confundido, con un habitar en el favor divino.

La exigencia del Amor no tolera nada que no sea amable y que no pueda ser admitido por el amor divino. La persona que recibe ese Amor debe ponerse en la situación, muchas veces dolorosa, que implica su perfección. Entender y aceptar el camino que obliga a abandonar mi naturaleza es acceder al llamado divino. Es lograr asumir las condiciones que me otorgarán mi propia realidad definitiva.