El sentido común tendrá que vigilar las maravillas que concede a la vida humana el afecto. Tiene que reconocerse insuficiente y debe buscar su sentido en algo distinto de él. Estimular y refrenar son verbos explícitos que se refieren a este cuidado del afecto. Se puede desbocar hacia el odio y la irreverencia, cayendo en la desidia o en una rutina insoportable.

Todo esto ya vislumbra que el afecto es insuficiente. Se hace mención a la necesidad de un amor muy superior para la plenitud de su entrega. Comienza a aparecer que no se basta a sí mismo y que de sus maravillas tampoco se puede seguir un carácter absoluto. Sus reglas y compromisos deberán ser regidos por un amor superior que lo proteja y guíe.

Al comenzar la reflexión sobre su realidad, parece el afecto poseedor de tales perfecciones, que motivan la consideración a dejarlo ajeno al estigma de los amores naturales. Sin embargo, no es así, cae al igual que todos ellos, engañado con la aparente autosuficiencia que le impide acceder a un amor más alto. Lewis puede ver al afecto relacionado con el odio si se absolutiza. Lo afirma tajantemente:

“Fue refiriéndose al amor erótico que el poeta latino dijo “amor y odio”, pero la misma mezcla se da en otros tipos de amor. Llevan en sí las semillas del odio. Si se hace del Afecto el soberano absoluto de la vida humana, esas semillas germinarán. El amor, transformado en un dios, se convierte en un demonio.”[1]

Esta entronización demoníaca del afecto debe hacerse permeable a los requerimientos que el sufrimiento provoca. Solo así, el giro de éste hacia una posible absolutización, aparece necesariamente dificultado. No verá el afecto, en sí mismo, esta posibilidad, puesto que la dicha tranquila y autárquica que se otorga, le cierra el paso a toda otra consideración. Por esto, corregir su presumida autonomía tiene que venir de afuera, y es lo que aparentemente depende del dolor.

Vimos la humildad y la alegría simple del afecto. Se siente esa tranquilidad de la vida retirada y apacible. Del encanto de las cosas que nos dan bienestar y comodidad, como una pantufla que gratifica nuestros pies. También el sereno caminar mientras mi perro juega y alegra el ambiente con su carrera y ladridos. Esta inocencia no debiera entrañar ningún peligro, sin embargo, el peligro es convertir esta paz en mi fin último.

El afecto me otorga un hogar tan hermoso que obnubila la presencia del verdadero hogar. Estos encantos pueden negarnos la mirada que entienda estos fines como fines intermedios. Para sortear esta amenaza, el hombre debe prescindir del ancla que lo inmoviliza, a pesar de que le da un seguro y confortable vaivén. Debe otear en lontananza, que el puerto donde está fondeado no es el puerto de destino.


[1] LEWIS, C.S. Los cuatro amores. Andrés Bello, Santiago de Chile. 2001. pp. 69-70