“Por naturaleza el hombre es amigo del hombre”.

No hace falta indagar mucho ni tener muchos títulos para entender que la vida humana necesita del amor para vivirla en plenitud y como inexcusable camino a la felicidad. Así es, pues cuando falta esta semilla, sólo queda una siembra de indiferencia, odio o relaciones marcadas por la violencia o la competitividad. Esta certeza que a todos identifica, la presentan con radiante claridad algunos pensadores que nos ayudan a profundizarla para vivirla mejor; y en su argumentación, confirman las eternas enseñanzas del Evangelio, verdad revelada que no pierde su novedad.

Aplicando lo que dijo en su día San Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio, de que se llega a la verdad usando las dos alas de la fe y la razón, siglos antes Tomás de Aquino -al reflexionar sobre un tema de implicaciones teológicas, pero a la vez profundamente antropológicas y humanas-, argumenta a favor de la conveniencia de que Dios se encarnara en la naturaleza humana. Y entre muchas razones, decía:

“Como la amistad consiste en cierta igualdad, parece que no pueden unirse amistosamente las cosas que son muy desiguales. Por consiguiente, para que hubiera una amistad más familiar entre Dios y el hombre, le convino a éste que Dios se hiciera hombre, pues por naturaleza el hombre es amigo del hombre, y así, conociendo visiblemente a Dios, nos sintiéramos arrebatados al amor de las cosas invisibles” (Suma contra Gentiles, Libro IV, capítulo 54).

Ya la simple afirmación de que es posible una amistad con Dios, gracias a su acercamiento a nosotros a través de la Encarnación, es para quedarse casi sin respiración. Estamos en general muy acostumbrados a eso, pero cuando se piensa por primera vez con la radicalidad y profundidad que exige, nos deja anonadados: Dios y el hombre se pueden unir en amistad; el Todo con la pequeña y a la vez digna criatura que somos cada uno. En fin. Esto es para no dejar de maravillarse.

Pero si damos un paso más, vemos que es muy contundente al afirmar que la amistad entre los hombres es algo que responde a lo que somos por naturaleza, a nuestra esencia, pues la amistad es un amor recíproco por el que, basada en el aprecio del otro y en la comunión de ideales, se busca el bien de la persona amada y se ponen los medios para ello. Esta tendencia brota de lo que somos, y no es añadido artificial ni inventado en el llamado contrato social. Es así porque nuestra naturaleza es social y sociable, o, como afirma la teología: somos creados a imagen y semejanza de un Dios que es comunión de amor en la Trinidad, y por eso, en nuestro núcleo, más profundo, tendemos a la comunión en el amor. De forma que esta evidencia tan sencilla es reflejo de algo muy profundo: la semilla de Dios amor en nosotros. Por eso el verdadero amor a uno mismo también debe brotar de aquí.

Ahora bien, el logro de esta llamada al amor y a la comunión fraterna es fruto de una conquista. En efecto, también somos conscientes de los obstáculos que surgen de una cierta manera de amarse a sí mismo que, cuando es desordenada, al encerrarse en sí, se cierra como consecuencia a los demás, incluyendo a Dios como origen del amor pleno. Ya no ve al otro como hermano y colaborador en una meta común, sino como contrincantes para conseguir sus intereses egoístas y partidistas. A esta realidad innegable la conocemos como los efectos del pecado original en nosotros, y no podemos negarla si queremos evitar caer en la utopía rousseauniana de una naturaleza buena por naturaleza. El amor a uno debe ordenarse, por eso, poniendo en el centro a Aquel que da sentido y ordena todo amor: a Dios. Por lo mismo ha de plasmarse en la práctica de las virtudes como esos hábitos perfectivos que, además de corregir las tendencias desordenadas, a la vez nos perfeccionan como personas. Así es, amar a Dios, vivir su amistad, necesariamente lleva a ordenar nuestro amor, porque permite reconocer en cada persona a alguien digno de ser amado, a alguien con quien comparto no sólo un origen común -Dios, que nos hermana en Él, o nuestra naturaleza espiritual hecha para amar- sino también un destino común. Y por eso nos permite colaborar con cada uno en la construcción de una convivencia sana, de una ciudadanía responsable y colaborativa, en que el encuentro y el diálogo sean el camino para alcanzar las metas y el bien común.

No es por eso una utopía apuntar a la amistad cívica como núcleo que alimente la ciudadanía en nuestra patria. No es utopía, sino la recuperación de una esperanza realizada en nuestra naturaleza, que debe animar nuestro esfuerzo por plasmar en la vida social eso que somos: reflejo de Dios amor, y llamados, con su gracia y el apoyo mutuo, a construir relaciones de hermandad y de encuentro real en todas las actividades humanas.

Esto lo hemos abordado de manera intensiva en un Congreso completo, la XVI versión del Católicos y Vida Pública, organizada por las instituciones Santo Tomás en Chile los pasados 23 y 24 de septiembre, donde con interesantes expositores y testimonios se trató la construcción de una ciudadanía a través del encuentro y diálogo a la luz de la fe. Interesante y actual desafío, que nos puede dar orientaciones para la vida cotidiana  y que se hizo eco de las palabras de Monseñor Celestino Aós en el Te Deum del pasado 18 de septiembre, realizado a los pies de la Inmaculada del Cerro San Cristóbal, en Santiago.

Y es por eso que esperamos con ilusión la próxima encíclica que el Papa Francisco ha escrito sobre la hermandad y la amistad cívica, y que ha firmado en Asís, a los pies del pobrecito San Francisco, uno de los que mejor vivió este amor fraterno a imagen de Dios. Porque, definitivamente, “por naturaleza el hombre es amigo del hombre”, y hay que caminar en esa dirección, tan necesaria.