Valores en M. Teresa de Calcuta (1)
Mucho antes de que esta pequeña mujer –pequeña sólo de tamaño- recibiera el Premio Nobel de la Paz, en el año 1979, su labor ya era conocida en gran parte del mundo. Éste y otros reconocimientos a su trabajo por los más pobres de los pobres, ayudaron no sólo a dar a conocer la obra de las Misioneras de la Caridad, sino que también permitieron a la Madre Teresa contar y difundir la raíz más profunda de su entrega. Es precisamente esta raíz la que nos permitirá adentrarnos en el mundo de los valores de esta mujer que ha contribuido a cambiar la faz del mundo en el siglo XX.
La clave de su vida es la llamada especial que sintió desde joven para ir a misionar lejos de su país natal, Albania. Esa llamada será una constante: desde el inicio de su vida consagrada a Dios y renovándola cada día, ella se siente enviada a transmitir una buena noticia. Esta llamada a la misión explica cómo vivió los valores de bien, verdad y trascendencia.
El origen de la llamada es Dios, que la escoge a ella y a quienes siguen su ejemplo como si fueran sus manos y su rostro visibles para mostrar al mundo que Dios es amor-caridad, que ama a cada persona humana y que se ha hecho cercano a cada uno. Más adelante volveremos sobre este valor de la trascendencia.
El contenido de la noticia es lo que constituye la esencia de la verdad para Madre Teresa. Esta consiste en que por su misma realidad cada hombre tiene una dignidad y un valor único, el cual hay que estimar y salvaguardar formando una comunidad de personas construida sobre ese valor y movida por el amor.
Esta noción de verdad en la Madre Teresa se liga especialmente con el conocimiento de sí misma y con la valentía de llevar a cabo aquello que se conoce de sí mismo. Lo vemos en dos momentos fundamentales de su biografía: primero con la naturalidad con la que asume y lleva a cabo su vocación de ingresar en la Congregación de las Hermanas de Loreto; y luego, con lo que ella misma llamó la “vocación dentro de la vocación”, al dedicarse a los más pobres de entre los pobres en la India siguiendo la llamada de Dios.
En esta experiencia de la vocación encontramos, a su vez, dos elementos centrales. El primero, al brotar de la conciencia de saberse llamada a una tarea determinada, implica una apertura interior honesta y un sentido del deber moral ligado a esa vocación. Y, en segundo lugar y como consecuencia, el asumir dicha tarea con valentía y alegría. La madre Teresa muestra con su ejemplo que la verdad albergada y descubierta en uno mismo se hace fecunda en la medida en que se concreta en la realidad y vence las dificultades externas e internas.
Una dimensión aún más profunda de la verdad del ser humano pasa por el hecho de ver en cada persona a Jesús mismo, pues cada ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y por cada uno ha entregado su vida hasta la muerte. Esto es así para todos, también y más especialmente para los más desprotegidos, como son los no nacidos, los ancianos, los enfermos terminales, etc. Cada día se confronta con esta realidad y la confirma a través de su trato personal con Jesús en la oración, de los más pobres o de sus hermanas Esta verdad responde, por un lado, a una realidad: lo que es cada uno, y, por otro, apunta a un ideal: lo que debería ser cada uno y cómo, en función de lo primero, debería ser tratado. Para realizar lo segundo pone en juego todo su ser y su libertad entregándolos a la causa de la caridad. Asimismo, esta verdad tan iluminadora le permite trabajar por la cultura de la vida, y frenar en alguna medida la cultura de la muerte, que deja de lado a los que resultan incómodos.
Todo lo anterior se cimienta sobre la certeza de que el ser humano tiene un valor especial, y de que dicha dignidad le viene dada por el solo hecho de ser persona humana y no por sus condiciones físicas, económicas, etc. Esto se hace patente en su dedicación a los más pobres y enfermos; y más aún, a los moribundos mismos. Lo que descubren al ser tratados con cariño y hasta con veneración por las hermanas es su propia dignidad que hasta entonces quizás no se les había reconocido. “La gente sencilla no es tonta, ni se deja engañar; no es ciega, ni sofisticada; con su mente simple, descubre la verdad: que esas mujeres les quieren, porque son como un espejo del amor de Dios. Y así, a través de sus sufrimientos, descubren a Dios”(2) . Según esto, el sentirse amado se presenta como una de las experiencias para adentrarse en la verdad del ser humano, como camino privilegiado, por tanto, para ser feliz.
Pero no sólo restaura la dignidad de los más necesitados. Ella descubre también ese valor en los no nacidos y por eso no se cansó de denunciar el crimen cometido en el aborto. Así lo hizo, por ejemplo, en el discurso dirigido a los líderes mundiales al recibir el Premio Nobel de la Paz, cuando condenó con determinación el atropello a la dignidad humana que se cometía con cada aborto. Y en otra ocasión afirmó con fuerza a un gobernante: “Al permitir el aborto (en este país), ha desencadenado el odio, pues si una madre puede matar a su hijo, nadie podrá impedir que nos matemos mutuamente”(3) .
Sin embargo, a menudo esta verdad está oculta a la consideración y la experiencia de muchas personas. Algunos de los factores que la oscurecen o esconden pueden ser una condición social desfavorable, una enfermedad que nos hace repugnantes, la pobreza, la falta de aceptación de sí mismo, la creencia de que uno es autosuficiente y no necesita de los demás ni de Dios para salir adelante, juicios demasiado utilitaristas acerca de las personas… En todos estos casos la verdad del ser humano está oscurecida. La Madre Teresa ayudó a muchas personas a iluminarla invitándoles a colaborar en sus Hogares de pobres y enfermos. Esto les hacía salir de sí mismas y desprenderse así del “velo” del egoísmo, de la avaricia o de los prejuicios, lo que les permitía considerar lo que no se ve a simple vista: el valor interior, la riqueza del ser humano. Son muchos los testimonios que nos muestran a la M. Teresa desviando la atención desde sí misma y dirigiéndola a los pobres o invitando a colaborar personalmente en su Misión de la Caridad o, incluso, invitando a personas de diversos credos a orar, pues consideraba la oración como un momento privilegiado en que la verdad se desvela: cuando uno hace silencio interior, acalla los ruidos de pasiones y se acerca a la visión que Dios tiene del mundo y captar así la realidad tal como es. Hay que vivirlo para entenderlo.
Un aspecto muy llamativo de su vivencia de la verdad es que nunca asomaban críticas a sus labios. No sólo era veraz y hablaba con la verdad, aunque fuera de cosas que no estuvieran de moda, sino que también evitaba todo lo que pudiera hacer perder la buena opinión de alguien, por lo que su actitud fue siempre la de construir lo posible antes de justificarse criticando a los demás. “Las críticas no son otra cosa que orgullo disimulado. Un alma sincera para consigo misma nunca se rebajará a la crítica. La crítica es el cáncer del corazón”, decía. Fueron muchos los periodistas que le inducían, mediante sus cuestionamientos, a criticar a personas o a sistemas políticos. A pesar de todo, ella nunca hablaba de lo que otros hacían o no hacían; se limitaba a actuar. Guardaba silencio. Ni siquiera se justifica cuando ella misma era criticada. “Nunca respondo cuando se me critica” dijo al hablar de su labor en Etiopía(4).
Otro aspecto es su profunda humildad: la mujer recibida por presidentes, princesas y que mereció premios y reconocimientos, se sabía un instrumento inútil en las manos de Dios. Esa humildad la hacía vivir en la habitación más pobre del convento en Calcuta, viajar en el último asiento del avión, el más incómodo por estar al lado del baño, o pelar la naranja del desayuno de las hermanas o sacerdotes colaboradores. También le hizo rehuir durante mucho tiempo grabaciones o entrevistas, hasta que, invitada entre otros por Juan Pablo II, lo asumió como una manera de hablar del amor de Dios a cuantos le escucharan. En su habitación sólo tenía una cama vieja, una mesa y silla igual de viejas pero ningún ventilador. Si quería servir a los pobres, tenía que vivir y sufrir como ellos.
“Dios aprecia nuestro amor. Ninguno de nosotros es indispensable. Dios tiene medios para hacerlo todo y para prescindir de loa tarea del ser humano más competente. Podemos llevar nuestro esfuerzo hasta la extenuación. Si lo que hacemos no está permeado de amor, nuestro trabajo será inútil a los ojos de Dios” (5).
Humildad es verdad, como afirmó santa Teresa de Ávila. Y la M. Teresa lo asumió afirmando dijera “no creemos que la humildad se demuestra ocultando los dones de Dios: tenemos que hacer uso de todos los dones que Dios nos ha dado”(6) .
Del reconocimiento de su realidad limitada y a la vez amada por Dios, brotaba el perdón: “Cuando nos demos cuenta de que somos pecadores necesitados de perdón, nos resultará más fácil perdonar a los demás. Mientras no piense esto, me será muy costoso decir te perdono a cualquiera que se dirija a mí. No hace falta ser cristiano para perdonar. Todo ser humano procede de la mano de Dios y todos sabemos cuánto nos ama Dios. Cualquiera que sea nuestra creencia, tenemos que aprender a perdonar si queremos amar de verdad” (7).
La verdad vivida es el mejor testimonio de sí misma y convence más que muchas palabras. No le gustaba asistir a reuniones donde todo se reducía a meras palabras. Ella prefería, simplemente, amar a Dios en cada uno de sus pobres, sin grandes discursos. Sabía que el mundo se transformaría así, si cada uno hacía el bien, poco o mucho, que tenía a su alcance. No se lograría teorizando sobre los cambios de estructuras que sólo apuntan a lo exterior, pero no a lo interior. El camino para mejorar es cambiar el corazón, abriéndolo a la verdad y viviendo conforme a ella.
La caridad es la forma concreta y sublime en que la Madre Teresa entiende y vive el valor del bien. Es la manera en que su misión -llamada se hace realidad plenamente. Tan central era que a la nueva congregación nacida en torno suyo la bautizó con ese nombre: “Misioneras de la caridad”. Así lo justifica en las Constituciones de su congregación: “Dios es amor. Por eso, cada misionera de la caridad debe ser mensajera de ese amor. Ha de tener el alma rebosante de caridad y derramarla en otras almas, de cristianos o no cristianos”(8) .
Sobre la base de su vocación específica, unida a la visión cristiana por la que el hombre está hecho para amar y ser amado, ella comprende y vive del modo más radical –y por lo mismo más puro- el amor al prójimo, dedicando su vida a quienes no son amados por sus méritos, sus riquezas, su belleza etc., es decir, a aquellos que sólo se les puede amar por sí mismos. Escuché(9) a una persona contar una anécdota a este respecto: Una representante del gobierno británico se encontraba en Calcuta tramitando una futura visita de Lady Di. Cuando arribó a la casa de las Hermanas de la Caridad encontró a la Madre Teresa bañando a un leproso y la mujer, impactada por la escena, comentó: “usted es una mujer admirable, porque honestamente yo no podría bañar a un leproso ni por un millón de dólares”, a lo que la madre respondió: “yo tampoco, porque a un leproso sólo se lo puede bañar por amor”.
La caridad es, según el mensaje del Evangelio, la forma más sublime y perfecta del amor. Un amor que se entrega a la persona amada sin límites y sin escatimar sacrificios, se entrega sin esperar recompensa, lo perdona todo, es paciente, es benigno (10) , acepta a la persona amada tal como es sin envidiarla ni criticarla, es humilde y no se jacta por las obras hechas, lo perdona todo, no se irrita, es amable, se alegra por el bien de otros y por la justicia y descansa en la verdad (11). Es un amor capaz de soportarlo todo por el bien de la persona amada. ¿De dónde brota este amor aparentemente imposible de vivir? En la Madre Teresa nace de la gracia divina y de la conciencia de saberse amada personalmente por Dios; cosa que ella experimenta en hechos concretos como el perdón o la presencia junto al amado para consultarle y alimentarle (la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, que era la fuente de donde manaba su caridad). Ese amor que se le entrega y experimenta es como un fuego que quema a quienes lo tocan; por eso lo transmite con sus gestos, sus palabras, su acogida, su constante sonrisa, su sacrificio callado, su denuncia de la injusticia, etc. Ese amor le lleva a descubrir al Esposo, a Jesús, en cada hombre, especialmente en los más pobres y a asumir molestias y sacrificios sin cuento para manifestarlo. No es fácil a la naturaleza, pero el amor endulza lo amargo.
Son innumerables las facetas del bien en esta gran mujer que sólo quería devolver al hombre su dignidad y saciar la sed de amor de Dios mismo. Lo vivía con gran sencillez, pero también de manera sublime. El bien se difunde por sí mismo y genera en su entorno más bien; al igual que el mal genera mal a su alrededor. Ella decía que “las buenas obras son eslabones que forman una cadena de amor”. Esta frase tiene resonancia profética pues, al morir en 1997, las casas de las Misioneras de la Caridad y, por tanto, la benéfica influencia de su acción, se habían extendido por todos los continentes y por la inmensa mayoría de los países. Allí donde trabajan cambia la vida de las personas. Así lo cuenta ella misma: “Ahora, en los suburbios, se oye cantar a los niños. Sus caritas se iluminan cuando llegan las Hermanas. Y los padres ya no maltratan a sus hijos. Es lo que anhelaba ver entre los pobres. Gracias a Dios por todo” (12). En otra ocasión contó: “Los trabajadores comunistas de Calcuta querían conocer el secreto del éxito de las Hermanas. ¿Por qué los pobres les hacían caso y no a ellos, que les prometían el paraíso en la tierra? Les dije que el único secreto era que predicaban amor, y lo ponían en práctica”(13) . Amor y verdad así unidos pueden llevar a una cultura a un desarrollo de mayor plenitud.
El amor sirve, por eso no tiene reparo en dedicarse a las labores más humildes ni en realizar incluso tareas repugnantes a la naturaleza humana si eso alivia a un enfermo, como sucede al atender a los leprosos. El amor entrega tiempo, dedicación, pero principalmente, se entrega a sí mismo. “Si no se vive para los demás, la vida carece de sentido” y eso es precisamente lo que más felices nos hace: “Cuando hablo de felicidad me refiero a una paz íntima y profunda que se refleja en los ojos; en las actitudes, en los gestos, en nuestra disponibilidad y prontitud”(14) .
¿De dónde le venía a la Madre Teresa esta vocación; de dónde las fuerzas para realizar una obra de bien tan enorme?
Es necesario hacer referencia a una dimensión distinta, trascendente. Resulta paradójico, aunque paradigmático, la desproporción que había entre su figura física, pequeña y frágil, y la fuerza de sus palabras y la grandeza de su obra. Ella misma afirmaba que la oración era fundamental en su vida.
La madre Teresa trascendió en los hombres mediante su ejemplo de caridad, pero no sería justo reducir su trascendencia a una mera obra de beneficencia, pues el trascender de Teresa nos obliga a referirnos al hecho de que ella vivió movida por la confianza en que toda su vida tenía sentido desde la figura de Cristo. Ella, junto con ver en los desamparados a una persona que sufre (altruismo), veía el rostro de Cristo sufriente (caridad cristiana). En el curso de una conversación con el Primer ministro indio, Mr. Nehru, contestó que ella “no era una asistente social preocupada tan sólo por la salud y el bienestar material del pueblo, sino una monja católica interesada fundamentalmente por la salud espiritual de las almas”(15) . Todo su quehacer se remonta a un saberse enviada, llamada por Alguien que, aun trascendiéndola, era tan íntimo a ella que lo llevaba en su corazón. Tan cercano se le presentaba que lo trató como Esposo del alma, y a Él consagró su vida, y, en Él, a los más pobres. “Lo hacemos por Jesús”, era su inequívoca respuesta al ser consultada por el motivo de su obra misionera.
“Es a Cristo a quien atendéis en los pobres –explicaba a sus monjas. Las que laváis son sus llagas, las que limpiáis son sus heridas, es su cuerpo el que vendáis. Ved más allá de las apariencias, oíd las palabras que pronunció Jesús, que siguen siendo operativas: “Lo que hiciereis a uno de estos pequeñuelos a mí me lo hacéis”. Cuando servís a los pobres, servís a Nuestro Señor” (16) .
Esta visión trascendente de su obra le hacía muy consciente de la necesidad real que cada misionera de la caridad tenía de llenarse primero del amor divino de Dios para poder luego llevarlo a los demás. Cuidaba muchísimo en la formación de las hermanas sus ratos de oración a solas con Jesús que alargaba varias horas al día, pues era ahí donde podían calentarse para dar calor a otros. La medida de la caridad a los hombres era la medida del amor a Dios. Si Dios es en su esencia amor, en la medida que nos acerquemos más a Él, se nos contagiará ese mismo amor. “Cristo nos manda que nos amemos mutuamente, y el servicio que prestamos a nuestros hermanos, que son en primer lugar hermanos y hermanas de Jesús, es un servicio de amor. Servimos a Cristo sobre todo en los pobres, pero también en todos los hombres, por amor. Un amor que será más o menos perfecto en la medida en que permitamos al Señor vivir en nosotros y amar en nosotros con la perfección de Su amor”(17) .
La unión con Dios que vivía especialmente en su oración y Misa diarias, la actualizaba continuamente a lo largo del día; pues el dar amor a los hombres no era otra cosa que amar a Dios y para entregarse a ellos, participaba de la misma entrega de Cristo. Todo su día lo vivía unida al Fuego que le quemaba: el amor de Dios, al que descubría dentro de sí.
Del amor a Dios y de su llamada brotaba en ella una confianza inquebrantable en Dios. Baste citar un ejemplo. Según el testimonio del señor Gomes, uno de los primeros colaboradores, que le prestó una vivienda donde se asentó con las primeras hermanas, su confianza en que Dios la iba a ayudar a sacar adelante su obra que Él mismo le había pedido, era inmensa. Cuenta que la acompañó muchas veces a las Farmacias de Calcuta para pedir medicamentos para sus pobres. “Una vez fuimos a una farmacia con una lista larguísima y cuando se la mostró al dueño y le dijo para qué eran y que no podía pagarlas, éste se negó a dárselas alegando que ese no era un dispensario gratuito. Entonces la Madre se sentó y se puso a rezar el Rosario. Apenas había terminado de rezarlo cuando el dueño dijo: “De acuerdo, de acuerdo. Le haré tres paquetes con esos medicamentos. Serán un regalo de la casa”(18) .
Antes de finalizar, dejemos constancia de las tres virtudes características que, según la M. Teresa, debían identificar a todas las Misioneras de la Caridad. Estas son: la entrega total a Dios, la confianza amorosa y la alegría. En ellas descubrimos una manifestación de la encarnación de los tres valores estudiados en este curso.
A modo de conclusión, citemos unas palabras del P. Edward Le Joly, jesuita afincado en la India que conoció muy de cerca a la Madre Teresa y su obra, que la retratan de forma cabal.
“La Madre Teresa es, en este mundo moderno de lujo, comodidad y avidez de placeres, como una réplica viviente de San Juan Bautista. Su pobreza en el vestir, sus humildes sandalias, el Rosario en sus manos, la fuerza de convicción de sus palabras, su manera directa de hablar de Dios, recuerdan al Precursor. Como él, apunta con el dedo índice hacia el cielo. Su pequeñez y humildad le elevan por encima de los poderosos de la tierra, de quienes tira hacia arriba. Su ejemplo les hace recapacitar y les incita a compartir sus riquezas con los pobres. En el corazón de los más nobles despierta la inquietud por las necesidades de muchos hombres, pues la Madre les recuerda las palabras de Cristo que le impelieron a ella a abrazar la causa de los pobres: “lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”(19) .
Su gran enseñanza para nosotros este año es que la verdadera fraternidad sólo es posible cuando se ve a los demás como hermanos dignos de ser amados y se les manifiesta ese amor en acción: cuando nos sabemos hijos del mismo Padre que nos entrega su mismo amor para comunicarlo a los demás, y nos liberamos de falsas autocomplacencias y egoísmos propios que nos encierran en nosotros y nos impiden descubrir las necesidades del hermano que está a nuestro lado. La fraternidad, pues, es la condición para el siguiente paso: la solidaridad y caridad. Como repetía: “Dios nos ha creado para que realicemos pequeñas cosas con un gran amor. Yo creo en ese gran amor que bien, debería venir, de nuestros corazones; que debería empezar manifestándose en el hogar con mi familia, con mis vecinos de calle, con los que viven en el piso de enfrente. El amor debería alcanzar a todos” (20).
(1) Documento elaborado por Esther Gómez como Material para Cultura y Valores, actualizado en marzo 2016.
(2)E. Le Joly, La Madre Teresa. Lo hacemos por Jesús; Palabra, Madrid, 1997 5ª, p. 76.
(3)Ibid, p. 184.
(4)Ibid, p. 180.
(5)Madre Teresa de Calcuta, Orar. Su pensamiento espiritual; Planeta Testimonio, Barcelona, 1997, pp. 73-4.
(6)Ibid, p. 107.
(7)Ibid, pp.- 110-1.
(8)La Madre Teresa. Lo hacemos por Jesús Ibid, p. 46.
(9)Testimonio ofrecido por el profesor de Filosofía Juan Ignacio Rodríguez Scassi-Buffa.
(10)“No quiero que obréis milagros con aspereza, prefiero que os equivoquéis con cariño”; Lo hacemos por Jesús, op. cit, p. 88.
(11)Cfr. 1 Cor 13, 4-7.
(12)Lo hacemos por Jesús, p. 37.
(13)Ibid, p. 54-5.
(14)Orar, p. 77.
(15)Lo hacemos por Jesús, p. 79.
(16)Ibid, p. 43.
(17)Ibid, p. 205.
(18)Ibid, p. 34-5.
(19)Ibid, p. 190.
(20)Orar, p. 80.