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Académico de la Facultad de Derecho obtiene Doctorado en Derecho Penal con máxima calificaciónMaría Esther Gómez de Pedro, Dirección Nacional Formación General.
Ecología integral, en diálogo con la misericordia
En este artículo, la Directora Nacional de Formación General, María Esther Gómez de Pedro, reflexiona sobre la libertad de amar, el respeto por la naturaleza y la casa común que compartimos todos: el planeta tierra.
Cuanto nos rodea, y nosotros mismos, somos parte de la maravillosa creación divina. La belleza de su orden se pone de manifiesto especialmente en ciertos parajes naturales que siguen provocando asombro en quien los contempla con ojos desinteresados. De hecho, en el relato la creación de los primeros capítulos de la Biblia se repite una y otra vez que “vio Dios que era bueno”, es más, al ver al hombre, la persona humana, vio que “era muy bueno”. Al hombre lo crea a su imagen y semejanza, lo crea ser personal y libre, no sólo capaz de amar sino hecho para amar. Y todo lo demás, bueno también, lo pone a su disposición para que éste sea feliz al cumplir el fin de su vida: amar. Amar implica respetar el orden de los otros y también ordenar los medios al fin verdadero sin dañar innecesariamente.
Amar es respetar. Y sin embargo tendemos a usar mal la libertad centrándonos en nosotros egoístamente y usando de lo demás o de los demás sólo para nuestro propio beneficio, sin atender al ordenamiento propio de la naturaleza y al bien de los demás. En este caso la mirada a la naturaleza es autorreferente y egoísta, muy distinta de la que valora cuanto nos rodea como algo bueno y que, aunque esté a mi disposición, ha de ser usado con respeto, sin abusar. Esa mirada es muy antigua, suele estar acechando una ocasión para salir y manifestarse, excepto si la corregimos y equilibramos con la otra mirada, la del que se sabe también criatura, con una dignidad especial, sí, pero criatura a fin de cuentas, a la que se le encomienda una misión que conlleva, por lo tanto, una responsabilidad.
La mirada atenta a la casa común, que es la naturaleza que nos rodea y cuantos nos rodean, como miembros privilegiados de la creación, exige lo que el Papa Francisco recuerda en su encíclica Laudato si, una “conversión ecológica”. Conversión siempre es un cambio de centro, un volverse hacia algo, una transformación que puede ser paulatina unas veces pero también radical otras. Dado ambas miradas coexisten, hemos de esforzarnos y ayudarnos mutuamente para dar prioridad a la que valora la creación –sin esos reduccionismos ilógicos en los que a veces se cae en ciertas ecologías que quieren salvar a animales en peligro pero no a los fetos concebidos en el seno materno. Pero hay que dar un paso más, y descubrir que lo que hace posible tal conversión es sabernos amados y respetados para nosotros luego promover el mismo amor y respeto hacia la casa común. Tal respeto tiene, en ciertas ocasiones, un rostro especial: el de la misericordia que hace suyas las miserias o debilidades del prójimo y busca solucionarlas. He ahí la clave: porque somos amados es porque podemos ser capaces de amar. Y ese amor se da de manera incondicional en Aquel que posee la mirada adecuada siempre, porque es el Amor. Ese es Dios. Experimentar en nosotros su misericordia, por lo tanto, como nos invita también este Año jubilar de la Misericordia, es el primer paso para ser misericordiosos con los demás y respetar la casa común.
Invitación actual que será tema de reflexión y de propuestas prácticas en la UST durante el XI Congreso de Católicos y Vida Pública, al que todos estamos invitados. Invitación, pues, a una conversión de miradas, que vuelva a valorar la triple relación con uno mismo, con los demás y el entorno, y con Dios.