Con los ojos del Principito: la verdad del ser humano
“Lo esencial es invisible a los ojos”
Lo atractivo del Principito es que revela algo de la profundidad de la verdad acerca del ser humano, esa verdad que nunca agotamos y en la que podemos continuar creciendo día a día, si la buscamos. Por eso su lectura nos descubre siempre algún detalle que ilumina algún trocito de la propia existencia, aunque ya lo hayamos leído otras veces. ¿No es precisamente esa una de las misiones clave de la Educación Superior?: despertar esa mirada que dé sentido al resto de los conocimientos y competencias disciplinarias y transversales. La mirada del sentido profundo, la de la educación integral.
La mirada del protagonista de cabellos rubios es muy especial porque es una mirada “personalizadora”. A cada uno de sus interlocutores le dedica toda su atención, y lo hace porque es capaz de valorarlos por sí mismos, no por lo que le puedan aportar. Ahí está la clave, su mirada no es utilitarista ni medidora, sino veraz y abierta, y por eso capta lo esencial de cada uno: es la mirada de niño. Su mirada está abierta al valor y dignidad de cada uno, nunca lo mira como algo de lo que apropiarse para sentir seguridad o que le pueda reportar utilidad o placer. Nunca lo reduce a ganancias cuantificables. Y ahí se da un fuerte contraste con la mirada de las personas ‘serias’ –como las denomina el autor– que tienen la tentación de atrincherarse en sus propias posiciones y valoraciones egoístas y calculadoras acerca de los demás. Y de esa manera, como es normal, difícilmente podrán captar lo que se esconde en la profundidad de las personas.
En cada uno de los planetas que visita descubre diversas posturas de encarar la vida y la felicidad. Al Principito no le convencen ni el vanidoso ni el borracho, tampoco el rey ni el hombre de negocios, no eran felices. Le gustó el farolero porque hacía algo con sentido, pero su planeta giraba tan rápido que no tenía tiempo para descansar. El geógrafo le pareció interesante y con él aprendió que su rosa era efímera. Pero fue en la Tierra donde avanza más en su búsqueda, que en el fondo responde a que “el entendimiento está orientado […] a la verdad” (Suma Teológica, Ia, q. 20, a. 1).
Allí entabla una simpática relación con el aviador, otro buscador, y aprende algo muy importante, realmente vital, de su encuentro con el zorro: sólo la relación de amistad verdadera transforma al otro en un amigo, en alguien único e irrepetible, por cuyo bien uno está dispuesto incluso al sacrificio. La apertura, el tiempo dedicado a conocer y valorar al otro, la paciencia mutua, crean un vínculo especial que da sentido a todo lo que se hace en torno al otro, que nos descentra de nuestra mirada egoísta y calculadora y nos abre a la riqueza y profundidad el otro. Sólo el amor verdadero así vivido puede hacernos felices. Y eso se percibe con el corazón, es algo esencial e invisible a los ojos.
En efecto, como afirma Tomás de Aquino: “la contemplación de la verdad es el principio del amor” (Ibid, q. 27, a.2), y sólo en la medida que se conoce, se puede vivir día a día y dar a la existencia la plenitud que ansiamos y para la que hemos nacido; por eso “se llama verdad de vida a la que hace que se viva rectamente” (Ibid, II-II q. 109, a 2, objeción 3). Pero ese conocimiento no es sólo teórico e intelectual, frío, sino que también tiene una dimensión afectiva (Ibid, II-IIa, q. 162, a. 3, a. 1), la que abre el corazón en tanto que, despojado de la actitud soberbia y autosuficiente, permite descubrir la verdad del valor de cada persona, la verdad del amor auténtico, la verdad de la felicidad que busca el bien de la persona amada, la verdad del encuentro con el Bien supremo, Dios. Y ese hallazgo merece realmente la pena, hasta dar la vida para alcanzar su plenitud, como muestran las últimas páginas del Principito.
“He aquí mi secreto -dijo el zorro-, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”. Pero hay que saber buscarlo, dejar la comodidad, abrirse a la realidad, emplear tiempo, preguntar una y otra vez, para dejarse sorprender, pues “Lo que más embellece al desierto —dijo el Principito— es el pozo que oculta en algún sitio”.
Sus ojos de niño captan la verdad del ser humano: la del valor invisible de lo más valioso del universo: alguien por quien dar la vida, porque antes la ha dado por nosotros, pues la vida hay muchas maneras de darla. Todo lo demás, sin esta verdad, ¿qué sentido tiene? Tremendo desafío el nuestro como educadores: enseñar a mirar con ojos de niño, para ver lo realmente importante.