El yo autodivinizado (I)*
La idolatría del yo es la principal fuerza enemiga del amor. Esta actitud es más que mero egoísmo, ya que desborda lo psicológico y moral para entronizarse en el mismo ser del hombre. Su padecer constituye una existencia centrada y cerrada en su propia realidad, que no realiza la apertura a la verdadera vida. El hombre es un ser naturalmente social, un animal político, relacionado necesariamente con sus semejantes y con su entorno. Vivir sólo para sí es, en cierto sentido, un imposible. Si tal actitud pretendiera, el hombre niega esencialmente su humanidad y esto tiene como corolario, evidentemente, la atrofia del Amor, puesto que, al amar debemos proyectarnos más allá de nosotros mismos, (1). Lo nefasto que resulta este amarse a sí mismo egolátricamente, impregna toda realidad. Incluso, su peligro sería también escatológico, al tener su definitiva consecuencia en la vida eterna. El amor, enclaustrado en sí mismo, sería el infierno ya asumido. Negar todo lo que no sea “yo”, es destruir el Amor en su dimensión más profunda, ya que ésta consiste en la afirmación del “otro” o de lo “otro”. Todo ensimismamiento egoísta impide la estructuración de vínculos. La característica de las almas condenadas, es: su “rechazo de todo aquello que no sea ellos mismos,” (2).
Deificar el propio yo es la tentación demoníaca por excelencia. El absurdo de esta postura existencial, se revela en todos estos adoradores de su propio ego. Como criatura debo participar y hacer participar mi ser de la creación. Dios o yo, es un grito impotente, que cae en la nada. La nada del infierno espera al que se “crea” a sí mismo, prescindiendo de la realidad que en su fondo es divina y, por lo tanto, debe ser divinizante. No logro divinizar mi vida si no asumo mi condición de semejanza con Dios y busco perfeccionarla, (3). Buscarse a sí mismo, en cierto sentido, es encontrarse con el absurdo, que niega mi ontológica dependencia en cuanto criatura. Constatar que nuestra naturaleza, en un sentido profundo no es nuestra, nos exige buscar la plenitud de existir fuera de ella misma.
Sólo Dios puede satisfacer las ansias ilimitadas de este ser finito, que paradojalmente tiene sed de infinito. Sed que, dada su condición de dependencia, no puede ser satisfecha por su propia realidad, que de suyo reclama un sentido trascendente. Lo propio de nuestro ser carente es no acomodarse a su indigencia, porque, ella le revela, al mismo tiempo, que debe volcarse más allá de sí y trascender; en consecuencia, este ser, que es el hombre, no puede satisfacerse consigo mismo y, por lo tanto, su plenitud debe ser buscada más allá de su aquí y ahora; debe ser buscada más allá de los sentidos. Esto debe ser sólo una plataforma para alzarse a la inteligencia de todas las realidades que se avizoran.
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(*) Meditación basada principalmente en textos de C.S. Lewis
(1)” El espíritu finito no se comprende tan profundamente a sí mismo ni es tan dueño de sí que no haya menester en nada de otro guía que su propia luz”. PIEPER, .JOSEF Las Virtudes Fundamentales Quinto Centenario, Bogotá, 1988. p. 60
(2) LEWIS, C.S. El problema del dolor Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1990. p127
(3) “El hombre, en efecto, no puede encontrar su unidad y su gozo, sino en Dios, en el amor absoluto que es el amor del absoluto. Creado a su imagen y semejanza, es, por su profunda naturaleza, apetito de bienaventuranza, y, según la economía revelada de la Salvación, deseo de contemplar cara a cara a Dios.” VARILLON, FRANCOIS, Teología dogmática como historia de la salvación Ediciones Paulinas, 1963. p.510