Cuestión de espanto, asombro y reflexión
¿Qué es lo que llama la atención en el caso de una adolescente escolar que agrede físicamente a otras jóvenes, en forma brutal y en presencia de sus pares?
¿Qué es lo que lleva a la opinión pública a exponer su extrañeza, condenas y espantos, a través de las redes sociales o en la conversación cotidiana?
En una sociedad individualista en la que éxito es medido en virtud de logros materiales y en la cual, se prepara a las nuevas generaciones teniendo, prácticamente, como norte exclusivo que tengan oportunidades de empleos con mayores ingresos monetarios (nada condenable por cierto, pero en la medida que vaya de la mano del talento, la vocación, la integridad valórica y ética de los miembros de una sociedad), ocurre que la competencia personal para enfrentar la vida se confunde con la competitividad mal entendida con el otro, se ambiciona lo que no se puede tener al punto que el sobreendeudamiento se transforma en problema social y aparecen pautas de conducta no deseable entre sus miembros.
Nadie quiere que el fin justifique los medios, o al menos nadie lo reconoce tan cómodamente, pero las circunstancias llevan a lo inevitable. De ello, sobran ejemplos a los cuales echar mano, de conocimiento público, en el último tiempo.
A nivel de medios de comunicación de masas, el rating televisivo revienta frente a programas en que la relativización valórica no deja espacio a consideración alguna de aquella deseable “buena crianza”. Prioridad parental que aparece en el discurso de padres y madres que han delegado en gran medida el rol, pero que suelen hacer mención a la educación de los hijos como legado fundamental. Esa buena educación con mayúscula de la cual no contamos con indicador de medición alguno. Que va más allá del rendimiento académico y que se hace presente solo en la acción mancomunada de varios agentes de la socialización; familia, escuelas, amigos, entorno comunitario, lugares de trabajo.
¿Qué asombra, entonces, en el caso de la adolescente mediatizada a través de las redes sociales? ¿La normalización de la violencia? ¿El hecho de que es una joven y no un varón el que es capaz de ejercer tal nivel de agresión? ¿La magnitud de los efectos de la violencia? ¿La falta de control de impulsos?
“Se han perdido los valores” se escucha en la conversación coloquial del caso de la adolescente. Valores que no forman parte de las prioridades de nadie. Ni del SIMCE, ni de la PSU, ni de la CASEN, ni de ningún programa de gobierno, ni menos proyectos de Ley, ya que no son considerados en los resultados medibles relacionados con crecimientos y progreso.
En este escenario, el asombro y el espanto podrán continuar su curso, ya que de no mediar un legítimo acuerdo que releve valoración por cambios actitudinales, casos como los vistos esta semana serán cada vez más recurrentes.