Analogías del Amor (IV)
Es conocida la historia bíblica del libro de Job. Este relato calza exactamente con el misterioso amor de Dios. Tal como lo explica Lewis, el accionar de Dios sobre el hombre está destinado a lograr en él una verdadera perfección de la naturaleza humana, donde pueda detener su mirada. Podemos encontrar fundamentos ciertos en Job que fortalecen esta idea sobre el sufrimiento humano. Notamos, paradigmáticamente, que lo que sucedió con este hombre considerado justo y digno de la mirada divina, corrobora las ideas de las analogías mencionadas.
Él sufre atrozmente y se revela hacia él ese aspecto terrible del amor que lo hará superarse para ser realmente digno, no con ojos humanos sino divinos, de una perfección que nunca creyó posible.
Su historia es un modelo de cuanto puede exigirnos el amor de Dios y de cuanto debemos ser capaces de soportar para merecerlo. Previamente, antes de iniciar su historia, a este personaje lo reconocieron como “…un hombre llamado Job, hombre cabal, recto, que temía a Dios y se apartaba del mal” (Job, 1,1).
Él era un hombre digno de amar y ser amado y que, evidentemente, gozaba de todo favor celestial; sin embargo, estaba llamado a reconocer su existencia maravillosa como algo efímero, que en realidad no le pertenecía. Todos sus padeceres lo llevan, posteriormente, al ver que había sido llamado a una elevación mayor como ser humano y a ser digno de recibir una mirada divina, mucho más complaciente, luciendo en su persona. Job pierde todas sus pertenencias, mueren sus hijos, es herido con una llaga maligna, no entiende nada de lo que le ocurre. El relato de su sufrimiento es horroroso y causa pavor. En una de sus interpelaciones a Dios, Job parece no desear su presencia. Reconoce su nadidad y no entiende por qué Dios puede fijarse en el hombre. No puede asumir que el amor de Dios se está manifestando. Algo que solo aceptará cuando termine su prueba y sus sufrimientos. Los siguientes versículos revelan este sentir:
¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes?
para que pongas en él tu corazón
para que le escrutes todas las mañanas
y a cada instante le escudriñes ?
¿Cuándo retirarás tu mirada de mí?
¿No me dejarás ni el tiempo de tragar saliva? (Job 7, 17-19)
Parece que Job le pide a Dios que lo deje tranquilo, pero eso en este contexto de divino misterio, no sería pedir amor, sino, precisamente, no querer ser objeto de él. Somos sus criaturas. Este padecer es muchas veces una gran incógnita. El gran rol que cumple el dolor es precisamente llegar a saberse conocido por otro ser que nos ama, aunque no entendamos las formas de ese amor. Este reclamo lleva una angustia y una esperanza concomitantes. Como vimos en las metáforas precedentes, en una de ellas se menciona la relación de un hombre con su perro. Allí, Lewis relata que el perro mira extrañado que lo bañan. En otra, el hijo no entiende la severidad de los padres. Vimos también que si el mármol hablara, se quejaría de los innumerables cincelazos del escultor. Cuando uno logra constatar que es objeto de una dedicación inefable, plena de amorosa entrega, iniciamos el recorrido del alma hacia las regiones donde se sabrá verdaderamente amada.