Constatar que los cuatro amores, que Lewis analiza en su libro homónimo, son insuficientes y pueden tender a pseudodivinizarse, va a quedar de manifiesto en los análisis que revelan las características propias de ellos. En realidad, Lewis afirma que “todo amor humano, en su apogeo, tiene tendencia a arrogarse una autoridad divina. Su voz tiende a sonar como si fuera la voluntad del mismo Dios” (1).

El primer amor de la tetralogía es denominado “Afecto”. Como sabemos, la senda del amor es una senda de alegría: el contento y el gozo de la vida van de la mano con el amor, pero el hombre tiene también apetitos, tendencias innobles y bajezas; comete errores con las cosas más sagradas que le ha dado la existencia. El Afecto es un amor que puede hacer muy feliz, es un cariño donde todos podemos retozar. No hay que poseer características especiales para ser objeto de este amor. Puedo no tener gracias muy elocuentes, ni bellezas ni cualidades sobresalientes, pero esto igual me permite recibir manifestaciones de cariño. No hay alardes, sino recato cuando existe. Se da en el entorno de cosas simples. No busca boato ni artificios en su donación.

La objetividad, el ver las cosas tal cual son, es el rango fundamental de la inteligencia. El Afecto estimula esta condición, que ayuda a juzgar adecuadamente, puesto que su influjo es una invitación a ver las cosas y a las personas tal cual son. No es un amor que desfigure o idealice.

Con sencillas palabras describe Lewis en qué consiste este amor:

“El Afecto se infiltra o se escurre por los resquicios de nuestras vidas. Vive con cosas humildes, sin lujos, privadas: zapatillas blandas, ropas viejas, chistes añejos, el golpeteo de la cola de un perro soñoliento en el piso de la cocina, el ruido de la máquina de coser, el monigote dejado en el jardín” (2).

Cuánta inocencia se puede deducir si estamos felices en nuestra cotidianidad. De hecho debemos estarlo, hay un goce de los aromas de la cocina y en la suavidad de mis alpargatas y me alegra el saludo incondicional de la cola de mi perro. Parece, entonces, un poco absurdo decir que esta misma felicidad ha atrapado a muchos seres humanos, que la han tomado como la única realidad para ser vivida. Cualquier síntoma de ataque a esta forma de existencia, la ven como la destrucción de su mundo. Totalizan esta manera de ser sin vislumbrar otra actitud frente a los demás. Lo superficial y lo recurrente como lavar el auto, ver televisión y hacer las compras, son el recorrido máximo de sus vidas. La comodidad que admite la vida contemporánea, ayuda a esta forma de ser, pero no la ha inventado. En todo lugar y tiempo lo cotidiano tiene sus encantos absorbentes. Incluso es glorificado por la poesía y filosofía, principalmente, oriental (3). Se canta y se razona que el sentido de la vida está en respirar junto con las cosas y prácticamente no más allá de ellas. El encanto del cariño puede ser absolutizado, y esto me lleva a permanecer feliz en mi realidad inmediata; con mis pequeños entornos, hago una prolongación de mi yo en las personas y las cosas que me rodean. Muchos matrimonios viven una especie de egoísmo a dúo, en una pseudo felicidad afectiva que los incomunica. Exacerban su realidad amorosa para no depender de nada ni de nadie, desvirtuando el Afecto al hacerlo único e inalcanzable para cualquier otro.

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(1) LEWIS, C.S. Los cuatro amores. Andrés Bello, Santiago de Chile. 200. p. 13.

(2) LEWIS, C.S. Los cuatro amores. Andrés Bello, Santiago de Chile. 2001. pp. 44-45.

(3) Así  escribe el filósofo Lin Yutang, en una reflexión que podemos identificar con el pensamiento oriental por el origen chino de su autor. El afecto es presentado como esencialmente dichoso:“Para mí, por ejemplo, los momentos verdaderamente felices son: cuando me levanto por la mañana después de una noche de perfecto sueño y aspiro el aire matinal  y hay una expansividad en los pulmones, que me inclina a inhalar hondamente, y siento una bella sensación de movimiento en torno a la piel y los músculos del pecho, y cuando, por ende, estoy bien para trabajar; o cuando tengo una pipa en la mano y descanso las piernas en una silla, y el tabaco arde lentamente, parejo; o cuando viajo en un día de verano, seca la garganta de sed, y veo un hermoso arroyo límpido, cuyo sonido mismo me hace feliz, y me quito los zapatos y las medias y hundo los pies en la deliciosa agua fresca; o cuando, después de una comida perfecta, me tiendo en un sillón, cuando a mi alrededor no hay nadie que me desagrade y la conversación marcha con paso ligero hacia un destino ignorado, y estoy física y espiritualmente en paz con el mundo; …” LIN YUTANG. La importancia de vivir. Sudamericana, Buenos Aires, 1943. p. 65.