La Universidad es una institución en que se cultiva el intelecto por el valor intrínseco que tiene dicho cultivo. En el resto de la Educación Superior se participa en esa misma tarea.

En aquélla, por tanto, se busca la verdad sin cortapisas. Por eso decía John Henry Newman que no podría ser una auténtica universidad la institución de la que se excluyera el cultivo de la teología. –Al menos la teología natural debe encontrar su puesto en la universidad. Porque, como mostraba el mismo Newman, no se puede encontrar unidad en los saberes si no es desde la disciplina más alta, y la teología es la disciplina que cierra la bóveda de la ciencia.

En la obra de Tomás de Aquino hallamos un ejemplo paradigmático del auténtico espíritu universitario. Se busca la verdad en todos los campos para integrarla en una visión del mundo que forma una obra de arte, una verdadera catedral románica o gótica, en la que, precisamente, la teología forma la cúpula, pero integra consigo de manera armoniosa a todos los saberes disponibles.

Como ha mostrado A. C. Crombie, la ciencia experimental surgió en el contexto de la filosofía escolástica, gracias al ingenio de Roberto Grossetesta (c. 1230), basado en la inspiración de los Analíticos posteriores de Aristóteles, más las intuiciones neo-platónicas sobre la estructura matemática de la realidad sensible. Y, como ha mostrado Pierre Duhem, además, la Fe hizo posible que la investigación se liberara de una adoración servil de la filosofía aristotélica. La Universidad de la Cristiandad Latina emprendió caminos enteramente desconocidos para los sabios griegos e inició la reforma radical de la mecánica, de la astronomía, de la óptica, de la geografía y de las artes mecánicas. En ese hervidero intelectual hubo de escribir santo Tomás.

Como teólogo universitario, se sirvió de todas las disciplinas, y acudió en esa tarea a las fuentes más respetadas en su tiempo en cada área. Cuando explica la justicia, echa mano del Corpus iuris civilis, del Decretum Gratiani, de los glosadores… Cuando habla de la cantidad dimensiva, a veces en contextos tan sorprendentes para el lector contemporáneo como la Eucaristía, echa mano de Euclides; cuando habla de la relación entre Dios y el mundo, se ve precisado a internarse en la astronomía, y entonces echa mano de Ptolomeo; en filosofía o lógica, de Aristóteles, Platón, los neo-platónicos, Avicena, Averroes; en la propia teología no duda en usar, aparte de otros escolásticos y los Padres, a Maimónides o al Rabbi Isaac, etc. Pero no sólo hace uso de estas obras en su investigación teológica, sino que, como he dicho, intenta alcanzar una visión integrada del mundo.

En esa tarea, los exigentes cánones intelectuales que Pedro Abelardo enseñó a Europa, la disciplina dialéctica aristotélica, la apertura a la verdad, le permitieron al Aquinate desarrollar los principios centrales de la filosofía de la ciencia fundada por Aristóteles en la Metafísica (VI1) y acuñar otros nuevos. Así, por ejemplo, santo Tomás pudo distinguir entre el acercamiento causal a la naturaleza y el acercamiento hipotético, y acuñar con la mayor claridad el principio de la indeterminación de las hipótesis (cfr. S. th. I q. 32, a. 1, ad 2m), que hoy se atribuye a Popper y que se tiene como la máxima cima de la sabiduría filosófico-científica. Pero la formulación tomista evita el error popperiano de pensar que todo el pensamiento científico sea hipotético.

En el plano mismo de los saberes más altos, la obra de Santo Tomás contiene enseñanzas irrenunciables para todas las disciplinas teológicas y filosóficas. Sus comentarios bíblicos están produciendo un verdadero renacimiento de la exégesis católica. Sus teologías trinitaria y cristológica son aptas para responder las dudas e inquietudes de todo intelecto que se deje guiar por la razón, que no abrace acríticamente las modas intelectuales. El núcleo de su metafísica y de su antropología supera con mucho los empirismos e idealismos, los dualismos y monismos, y las doctrinas anti-metafísicas que dominan hoy la escena universitaria. Su filosofía y teología políticas poseen una profundidad en la que se ahogarían todos los ilustrados de moda.

Pero lo que mejor recomienda su obra al lector contemporáneo es su límpida práctica universitaria, palpable en la organización de sus cuestiones disputadas. Ellas constituyen un testimonio de la cultura de la que brotó la Universidad al fin del siglo XII. En la Cristiandad Latina se cultivó un alma abierta a la verdad sin cortapisas, a la discusión racional sin gríngolas ideológicas, que examinaba las cuestiones a fondo y consideraba todos los argumentos relevantes, sin descalificaciones ad hominem; un alma en la que las sutilezas del espíritu y de los pliegues de la vida intelectual eran respetados por el poder. Ya quisiéramos que nuestras sociedades contemporáneas tuvieran la milésima parte de esa cultura, porque así no intentarían encadenar la universidad al poder político, ni desdeñar todo lo que no sea inmediatamente utilizable, ni destruir todo lo que el poder político no pueda controlar. ¡Oh, corremos peligro de que ciertos bárbaros realicen su propósito de atarnos en lo profundo de la caverna y de hacer imposible el ascenso a la Verdad divina! La obra de santo Tomás nos permite percatarnos de la violencia y la insensatez de esa pretensión. Aunque fuera por esto solo, vale la pena que la lean los cristianos.

Carlos A. Casanova
Profesor Titular
Centro de Estudios Tomistas