90 años de Ratzinger
Fue un 16 de abril de hace 90 años cuando vio la luz el pequeño de la familia Ratzinger, al sur de Alemania. Ese día era Sábado Santo, y ese detalle marcó sus 90 años, según dice él mismo, por ser aún Semana Santa pero a las puertas de la Resurrección, cosa que, como escribe en su autobiografía: “cuanto más lo pienso, tanto más me parece la característica esencial de nuestra existencia humana: esperar todavía la Pascua y no estar aún en la luz plena, pero encaminarnos confiadamente hacia ella” (Mi vida).
90 años transidos de esa posición ante la vida, llena de esperanza y anhelo, de estudio y cátedra universitaria, y a la vez de labor pastoral, de iniciativas académicas junto a un servicio a la Iglesia desde misiones y tareas cada vez de mayor responsabilidad. Sí, su camino fue humilde pero grande a la vez. Humilde porque se sabía criatura, pero grande a la vez, porque se sabía amado por un Dios que “mira la humillación de su esclava”. Esta vivencia es radical en él: “El hombre es un ser relacional, dice en su libro sobre La infancia de Jesús. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre – la relación con Dios- entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden”. Cuantos le han visto o saludado, más si han conversado con él, han podido percibir en su mirada y en sus gestos ese orden que procede del amor de Dios, pues igual que él se sabe criatura amada así lo proyecta en los demás, que perciben la atención especial que brinda a cada persona.
En los inicios de su camino, era un sencillo seminarista que se formó y estudió en la posguerra mientras profundizaba en la belleza de la liturgia y se dejaba seducir por la fuerza de San Agustín. Desde entonces supo siempre buscar un equilibrio entre las inquietudes intelectuales y su carrera académica, una de las más prometedoras de entonces, con la vida profunda de creyente y de sacerdote orante y celebrante lleno de celo por la salvación de las almas. Pasando por el novel sacerdote que se inició en sus labores pastorales en los sacramentos o impartiendo clases de religión para niños, en una pequeña parroquia junto a un sacerdote del que tanto aprendió, mientras que aprovechaba cada minuto para investigar y escribir sus tesis. El profesor que postula a cátedras universitarias de Teología en varias Universidades alemanas, y que sufre, en medio de esa carrera ascendente, la pérdida de sus padres, lleno de dolor. Que sabe generar diálogo a su alrededor con personas de todo tipo y postura de pensamiento, con los que crea mantiene amistades que duran casi toda la vida y lazos de cercanía, como cuentan sus discípulos directos. Pero también es valiente, y es capaz de cambiar la comodidad de una cátedra fácil por otras que le permitan profundizar y crecer en los talentos intelectuales que sabe Dios le ha dado, no para su bien sino para el de la Iglesia. Humilde ante la petición de asumir una tarea pastoral de responsabilidad para la que dice no creerse preparado: el Obispado de Munich, en Baviera. Y, sin embargo, cuando se despide del pueblo bávaro unos años después para asumir el liderazgo de la Doctrina de la Fe, en el Vaticano, a solicitud de Juan Pablo II, le rodean sus fieles agradeciéndole su solicitud, sus enseñanzas y su entrega. Fue a Roma con una condición: la de poder seguir dedicándose al estudio y a la teología. Juan Pablo II, que le conocía como Obispo pero especialmente a través de su obra más famosa: Introducción al Cristianismo, que tanto bien ha hecho a tantas personas precisamente por su grandeza racional al plantear las cuestiones de fe de una manera novedosa y a la vez de siempre, y, consciente de su capacidad de trabajo y de su amor al estudio, se lo concede de corazón. Un corazón inteligente y ardoroso, el del Papa polaco, potenciado por la inteligencia ordenada y fiel del prefecto alemán. Años muy fructíferos los de la primera etapa de Roma, pero a la vez muy sacrificados, de ocultamiento y de incomprensiones. También de enfermedades, hasta el punto de solicitar en repetidas ocasiones la renuncia, siempre relegada. Quizás Juan Pablo II lo preparó en la dimensión humana para continuar su tarea. La sorpresa de su elección como Papa Benedicto, “humilde obrero de la viña del Señor”, fue para él un nuevo paso en su misión, la de siempre, como “colaborador de la verdad”, sólo que esta vez desde el centro de la cristiandad. Fecunda y rica en el testimonio de la verdad, y sólo desde la verdad. Su unión con Dios en equilibrio con sus tareas pastorales, le dieron la fuerza para acometer con toda la energía de un hombre de 78 años, la misión de guiar la barca de Pedro. Sólo por su confianza en Dios aceptó la cátedra de Pedro cuando lo que deseaba era retirarse a descansar con su hermano a Baviera, pues sabía que sería impulsado y sostenido por una fuerza más grande que él, fuerza que le hizo asumir con valentía la verdad de las miserias de algunos de sus hijos y enseñó a otros a encararlo así, desde la verdad. La luz del día de su nacimiento, se hizo más patente en la nueva vida que libremente asumió tras su renuncia: y en ella espera confiado esa Pascua eterna desde su vida de retiro en el Vaticano, como fiel colaborador de la verdad, y en íntima relación con Dios, su gran amor.
Una vida transida de esa luz y de esa actitud de confiada espera que ha sabido transmitir a muchos, a través del contacto personal o de sus obras. 90 años viviendo de esperanza. En un Sábado Santo a la espera de la Resurrección definitiva. Y fue un 16 de abril de 1927, hace 90 años.