Amor y muerte
Amor y muerte parecen antítesis. Como si el uno negara al otro. Así, decir que donde hay amor no debe existir la muerte, es un pensamiento que obedece a esta idea de la contrariedad que se produce entre ambas nociones o realidades. Si definimos amor como un salir de sí, buscando el bien de la persona amada, vemos que lo que impulsa el amor es un sentido de trascendencia, un ir más allá de sí mismo. En consecuencia, el alma del amante está más en su amada que en su propia vida. En este sentido negar el amor sería un egoísmo, egolatría o egocentrismo que más que taras morales o psicológicas serían imperfecciones que atañen a la esencia de la persona humana. Son fallas que destruyen el verdadero ser del que ama, de quién se proyecta hacia el otro buscando su bien. Por tanto, no habita ni puede habitar en el amor aquel que solo vive para sí, ensimismado o nutriéndose en todo sentido (aunque es imposible) sólo de sí mismo. La muerte nos hace desaparecer. La existencia se acaba y se nos desprende de todo: del rostro de los seres amados, de todo lo que hicimos y vivimos. Y en este sentido puede ser considerada una llamada de amor absoluto. Se parece al amor porque nos desprendemos, ya no seremos para nosotros mismos ni para nadie en esta vida. El que ha amado, sabiendo amar, se va en cierto sentido, preparando bien para la muerte. Al ser la muerte la nada misma, en nada quedamos y al parecer ninguna relación queda después de la muerte. Si amando siempre supe entregarme, no me sucederá nada absurdo, porque a pesar de la extrañeza de suyo que posee la muerte como misterio, siempre supe entregar en el amor la vida…
Recordemos aquellos famosos amores de la historia, por ejemplo, el de Eduardo VIII, rey de Inglaterra por Wallis Simpson, él deja el trono por ella. O el de Romeo y Julieta, negando sus diferencias de linaje. Más de una vez el amor implica una renuncia. Voluntaria o cruel, pero es un dejar, un abandonar lo propio y lo que nos ha constituido. La muerte tendría una misión análoga, es un desprenderse, pero en sentido absoluto, y con una llamada que se nos hace desde fuera y por nuestra condición humana.
El amor entendido como afecto siempre nos proyecta más allá de nosotros. Queremos a nuestro gato, buscamos nuestras pantuflas preferidas y nos preocupamos de aquel vecino anciano que hoy no vimos… Parece, como amor muy básico, pero que, sin embargo, ya implica vivir en lo otro y en los otros; en cosas, situaciones o gestos que nos manifiestan como personas. El amor entendido como amistad expresa con espiritualidad un compartir cosas comunes, como hobbies o actividades; sin fines ni propósitos ajenos al sentimiento mismo. Es un encuentro que une e identifica en torno a un actuar común. Se mimetizan en aquello que aman y que los hace amarse como causa y sentido. En el Eros el amor esponsalicio en su plenitud, comunica y hacen uno los cuerpos entendidos como materialidad espiritualizada, que debe ser propia de lo humano y que expresa una verdad más allá de lo corpóreo. El Eros debe asumir la espiritualidad que encanta y hace ver al otro no sólo como un objeto, considerando al otro como alguien y no como mero algo. En el Eros, quedarse en la actitud venusiana instintiva sin trascender hace que el otro, como objeto de placer, no pueda lograr la superación de su egoísmo haciendo imposible la plenitud de ese amor.
Si entiendo mi propio ser como originado desde mí mismo, sin creer que exista ninguna religación a otro ser superior, me autodivinizo. Cuando nuestra razón alcanza a entender su carencia y sus limitaciones, logrando aprehender que la vida humana no se ha dado el ser a sí misma, busca con la religión, la fe y el pensar, una explicación para su realidad. Esta respuesta se adhiere a nuestra condición de criaturas, ser creado por Otro o, cristianamente hablando, a saberse hijo de Dios. El amor que entendemos recibido por Aquel que nos ha creado, se convierte en el principal de los amores, el que más implica estar fuera de sí mismo.
Su verdad y fundamento descansa y nos hace reposar en la razón exigida al máximo en su lógica y esfuerzo argumentativo. No puede contaminarse este razonar de sentimientos ni emociones. La entrega total de la muerte constituye una evidencia no evidente. Un surco, un vestigio, que, en absoluta oscuridad, siempre ha hecho en tal noche notar, en un mismo acto, entrega y renuncia. Nuestras cotidianidades y las figuras de los rostros amados quedan ahí. Sólo el que ha vivido en sí mismo podría morir. Si me encapsulé en vana y egoísta existencia nunca vi otras realidades, o de hacerlo, las subsumía en cuanto titireteadas por mí. Se muere antes de estar muerto si me niego a ver la sonrisa de la mujer, el canto de los pájaros y la risa de los niños y todo lo que no sea yo. El yo es la única tumba y si siempre me llevé flores a mí mismo… Estoy realmente muerto.
La muerte, como un fenómeno que no me deja nada, es el desprendimiento total y, esta ocasión de la muerte, es una solicitud de fuera. No sólo porque no es voluntaria, sino porque mi naturaleza parece hecha para vivir y para vivir siempre. Parece que en este sentimiento cantan las catedrales góticas, los Moai de Isla de pascua y las Pirámides egipcias, parecen atisbar la eternidad. El hombre, sabiéndose finito, jamás ha visto tal finitud sin encontrarla misteriosa, plasmada del sentimiento numinoso que es parte de la historia humana. Desde esa certeza inefable, una esperanza racional ataca la sentencia: “los gusanos tienen la última palabra”. La entrega no voluntaria e irremediable a la “solicitud” de la muerte, está impregnada de una exigencia fuerte para razonarla y vivirla. El desprendimiento de un cuerpo que comienza en la agonía a abandonarse deja atónito. En esta entrega pedida, se siente el despojarse de lo más propio que soy yo mismo. Si el amor es una entrega total, la perfección de esa “totalidad” está en la entrega de la muerte y en su presencia de nadidad absoluta. No entrego un sentimiento ni un poco de mi tiempo, no doy una mano u otro elemento, sino que desaparezco en absoluta renuncia. Es un momento supremo donde acaban todos los encuentros, y ahí calza y ensambla la muerte con la idea de amor. Es una entrega suma, porque doy mi ser total desde ella y con ella, algo que en mis amores terrenales era imposible de otorgar. No me quedo con nada y pueden señalarme como “nada”. Ya no existo. Esta aseveración, se abre al misterio de una conclusión que el hombre medita en un imposible de certezas que podrían señalar un fin no definitivo. El hombre clama en la muerte e irremediablemente se entrega a la esperanza… Parecen mezclarse los gritos de la agonía con la alegría del parto… La no aceptación de la muerte es la no aceptación del amor, porque acontece con su presencia (para el que nunca aprendió a amar) la lección máxima: su vida no era suya. Si una gota de egoísmo lo animaba, debe desaparecer por completo. El examen final del último grado de la existencia nos permite ver que, si algo se guarda para sí mismo, ya debo ponerlo en ese todo del cual no poseo nada. En este sentido el fruto de la muerte solo puede ser fruto del amor. Amor cuya consecuencia es siempre de vida y felicidad.
La llamada a la vida perdurable se manifiesta y es clara. El que siempre habitó en lo amado no tiene una vida para sí que pueda acabarse, ha vivido en los otros, ha sido libre y, es esa libertad que no lo dejó prisionero de sí, la que le permite alcanzar al Otro. La entrega de mi materia al ser divino es libre y voluntaria, sólo así Él la pudo moldear, existir para Dios es simplemente no haber existido para uno mismo. Cuando estoy dando lo mejor de mí, amando con todo mi ser y éste, siendo forjado con esta actitud vivencial, no debería dudar que ese instante de entrega total es concluir, como divina consecuencia, que el amor y la muerte muestran una semejanza, un sentido, un fin que manifiesta lo vivido, como naturalmente haber vivido para entregar la vida, y que solo así ésta puede encontrar su verdad más profunda. El mártir, el héroe, el santo, lo tienen asumido y también la posteridad que los reconoce como tales. También aquel personaje anónimo y silencioso que hizo el bien a los suyos, sacrificando su vida entera. Lo podemos observar en nuestro barrio, con aquella vecina, que hicimos presidente y que logró que pavimentaran nuestra calle. Cuando murió nos dimos cuenta de que le estábamos agradecidos. Miramos su rostro tranquilo y en paz. Ella forjó un bienestar para nosotros con su tiempo y diligencia, por eso es recordada. Sus huellas tienen una señal que la distingue, son huellas que se transitan con dirección al cielo…