Eros (IV)
La literatura languidece con innumerables cantos a este amor, que posee el secreto de la falsa eternidad. La vida misma encierra a muchos que caen en los cauces de sus encantamientos. Al menos Eros posee el arte de disfrazarse sin que se note su mentira o el hombre, dándose cuenta de ella, no toma la lógica consecuencia de apartarse del error. Las fuerzas están disminuidas en su abrazo y se prefiere seguir bajo su embrujo.
Así, pues desde esta perspectiva:
«…la broma cruel es que este Eros, cuya voz parece hablar desde el reino de lo eterno ni siquiera es necesariamente permanente. Es probadamente el más mortal de nuestros amores. El mundo resuena en lamentos por su veleidad. Lo desconcertante es la combinación de esta veleidad con sus promesas de permanencia. Estar enamorado es proponerse y a la vez prometer, fidelidad eterna». (1)
Es difícil desoír las premisas de este amor, puesto que:
“No debemos prestar obediencia incondicional a Eros cuando su voz suena más parecida a la de un dios. Tampoco debemos pasar por alto ni intentar negar lo que en él se asemeja a lo divino. Este amor es real y verdaderamente como el Amor Mismo”. (2)
Este discernimiento o la aplicación de un criterio frío, razonado y desapasionado para librarme de Eros, constituyen una seria dificultad. Si su fuerza ha provocado la renuncia de tronos y ha enfrentado reinos; también, en los aspectos personales, pareciera pavimentar el camino del infierno a muchas almas. Esto es, precisamente, porque obnubila la razón. La apariencia deslumbrante y cegadora a la cual nos rendimos, creyendo haber encontrado el Amor Mismo, nos otorga la negación de su falsedad e impide poder liberarse.
Se demuestra claramente que, discernir lo “divino de lo humano” en Eros, es muy complicado. Si Lewis afirma que su voz suena “parecida a la de un dios” y más adelante agrega que es Eros “como el Amor Mismo”, entonces su naturaleza es semejante a la divina y su “voz” resuena, al parecer, desde ella; no obstante, se encuentra la clave en el discernimiento y consideración de este amor como “solicitante” de lo que dice poseer. Pide la veneración; pide la eternidad, porque, precisamente, carece de aquello de lo cual parece jactarse y tener en demasía.
Así vemos que:
“Cuando alcanza su máximo esplendor es, de todos los amores, el más semejante a lo divino; por lo tanto, el más proclive a exigir que lo veneremos. Siempre tiende, por su propia cuenta, a convertir el ‘estar enamorado’ en una especie de religión”. (3)
Su insuficiencia queda manifiesta al pedir “por su propia cuenta”. Este acto de idolatría y su enorme fuerza, lo llevan a encerrarse en sí mismo. Esto es provocado por la errónea autorreferencia, desde la cual se inventa que nada ajeno a su manifestación le es necesario.
Eros es, por lo tanto:
“…venerado sin reservas y acatado incondicionalmente, se convierte en un demonio. Y así es precisamente como exige ser venerado y acatado. Divinamente indiferente a nuestro egoísmo, también es demoníacamente rebelde a toda exigencia de Dios o del hombre que vaya en su contra”. (4)
Este amor parece el más enconado y más cerrado en sí mismo. Eros es zarandeado, de una manera que podemos calificar como feroz, cuando se percata de que es insuficiente de suyo para alcanzar una verdadera plenitud; su fuerza necesita de una fuerza más implacable que la de los otros amores, para llegar a ser influenciado por el Amor Mismo.
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(1) LEWIS, C.S. Los cuatro amores Andrés Bello, Santiago de Chile 2001 p. 13
(2) LEWIS, C.S. Los cuatro amores Andrés Bello, Santiago de Chile 2001 pp. 133
(3) LEWIS, C.S. Los cuatro amores Andrés Bello, Santiago de Chile 2001 pp. 134
(4) LEWIS, C.S. Los cuatro amores Andrés Bello, Santiago de Chile 2001 pp. 133