Claudia Peirano, rectora nacional de la Universidad Santo Tomás

Educación superior inclusiva: un desafío permanente

Las instituciones de educación superior están potenciando sus capacidades para favorecer una educación inclusiva, en un contexto nacional donde prevalecen desafíos para la inclusión social y laboral de las personas con discapacidad. Recientemente, conocimos parte de estas buenas prácticas en el Primer Congreso Internacional en Educación Superior Inclusiva organizado por la Corporación de Universidades privadas (CUP), el que contó con más de 500 participantes. Esta iniciativa puso de manifiesto que la inclusión en educación superior es un derecho y que las instituciones tienen la responsabilidad social de ser agentes transformadores.

La inclusión, entendida como el ejercicio de los derechos e igualdad de oportunidades de las personas, eliminando barreras y propiciando apoyos que permitan una experiencia formativa plena de los y las estudiantes no es una experiencia nueva en educación superior. En especial, las universidades que vienen de trayectorias menos selectivas han trabajado por décadas en el desarrollo de estrategias que faciliten la progresión educativa de todo el estudiantado.

El marco normativo actual, donde destacan la Ley 20.422 que establece normas sobre igualdad de oportunidades e inclusión social de personas con discapacidad, la Ley 21.445 sobre educación de personas pertenecientes al espectro autista y los nuevos criterios y estándares de calidad de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), potencia la responsabilidad de las instituciones de educación superior en la construcción de un país que brinde igualdad de oportunidades efectivas a todas las personas. Estas normativas relevan la importancia de que los/as estudiantes, con todas sus características individuales, estén al centro del proceso educativo y que la responsabilidad por mantener una convivencia sana y propicia para el aprendizaje es de toda la comunidad. De esta manera, las políticas de inclusión han ido permeando la cultura institucional, los procesos de admisión y la trazabilidad de la trayectoria estudiantil, la formación y desarrollo docente, así como en la disponibilidad de recursos pedagógicos, entre otros.

Sin embargo, el desafío nacional es mayor. En nuestro país, se estima que el 10% de la población entre 18 y 29 años tiene algún tipo de discapacidad, con mayor prevalencia en los grupos de menores ingresos y en las mujeres. En promedio, la población adulta con discapacidad presenta menores niveles relativos de educación y de ocupación (Senadis; 2022).

La realidad nos convoca también a jugar un rol más activo en los territorios para asegurar trayectorias laborales. No basta con que las universidades avancen en los apoyos necesarios para que cada estudiante complete su carrera. Un desarrollo regional justo exige además que todos los actores de la sociedad trabajemos de manera colaborativa para que la educación inclusiva se traduzca en igualdad de oportunidades laborales y de participación en todos los ámbitos de la sociedad.

(La Tercera Online. Miércoles 30 de octubre de 2024)