Por: Dr. Danko Jaccard

Docente Escuela de Derecho
Universidad Santo Tomás Temuco

En los últimos meses, la discusión sobre la llamada “permisología ambiental” ha ocupado portadas y titulares. El rechazo de proyectos emblemáticos en áreas prioritarias ha generado intensos debates no solo sobre la eficiencia del Estado, sino también acerca de las consecuencias que ello conlleva, en un contexto donde resulta indispensable incentivar la inversión, generar empleo y resguardar el patrimonio ambiental. Sin embargo, también es necesario reflexionar sobre los argumentos que subyacen tanto a la oposición como al apoyo de iniciativas e inversiones. Considerar ambas perspectivas permite comprender, al menos parcialmente, el panorama del crecimiento en nuestro país y, al mismo tiempo, relevar la necesidad de avanzar en reformas legislativas que agilicen la acción estatal sin descuidar el Desarrollo Sustentable (DS).

Diversos estudios han advertido sobre los costos de la permisología. El CEP, por ejemplo, estimó que entre un 0,8 % y un 1 % del PIB nacional se pierde en burocracia. La Araucanía no escapa a esta realidad: según datos del SEIA, durante 2024 no se aprobaron proyectos ni iniciativas de inversión, situación que solo ha cambiado levemente en este primer semestre. Casos como la planta incineradora WTE o el “suspendido” mejoramiento de la ruta Melipeuco-Icalma permanecen rechazados, desistidos o en pausa, a pesar de que su materialización buscaba responder a problemas socioambientales urgentes para la región.

Nuestro país ha adoptado el DS como modelo de desarrollo, cuya premisa fundamental —aunque a veces olvidada— es que toda actividad humana genera impactos ambientales. No obstante, existe un margen de “uso lícito” de los recursos naturales. En este punto cobra importancia la distinción entre conservación y preservación. La primera busca un uso legítimo y responsable del ambiente, mientras que la segunda procura mantener la pristinidad de los ecosistemas, excluyendo cualquier intervención humana. Esta diferencia no es menor: su confusión alimenta tanto la oposición como el apoyo a proyectos, derivando en una “retórica ambientalista” anclada en la preservación o en una “retórica desregulatoria” que prioriza exclusivamente la actividad económica. Ambas posturas resultan igualmente perniciosas, sobre todo cuando la administración adopta criterios poco razonables para resolver sobre una iniciativa productiva.

La institucionalidad ambiental existe para otorgar certeza jurídica y garantizar el DS, previniendo impactos, exigiendo medidas de mitigación y compensación cuando corresponde, y asegurando un sistema de control eficaz frente a eventuales incumplimientos.

En definitiva, los costos de la permisología, sumados a las retóricas ambientalistas y desregulatorias, son reales y generan efectos concretos en la certeza jurídica, la confianza institucional y el crecimiento económico. Actúan como verdaderas trampas que, lejos de mejorar la calidad de vida o proteger efectivamente el medio ambiente, terminan obstaculizando ambos objetivos.