Aquella noche, en la cena de camaradería de las instituciones Santo Tomás, todo sucedió como un presagio, como si el destino, en su caprichosa quietud, ya supiera que esa sería la última vez que Adriana Urrutia cruzaría el umbral de la vida. Nadie lo sospechaba, ni siquiera ella, que con su eterna sonrisa y una mirada que parecía haber visto todo, se deslizó entre los asistentes como si su tiempo fuera infinito.

El Salón Claudio Arrau del Gran Hotel Isabel Riquelme estaba adornado con pequeñas flores cansadas y el eco de las conversaciones llenaba los rincones con esa mezcla de esperanza y cansancio propio del final de un semestre. Los docentes, aquellos que durante la mitad de este 2024 se habían dejado la piel en cada clase, recibían el reconocimiento que tanto merecían. Ellos, con el compromiso propio de quienes saben que su futuro depende de cada decisión, celebraban entre complicidades como si ya comprendieran que la gloria académica es un momento breve y frágil.

Pero lo que nadie olvidaría de aquella noche no serían los discursos ni las sonrisas. Lo que quedaría para siempre en la memoria de todos sería la presencia tranquila y, a la vez, imponente de Adriana Urrutia. Se vio caminando entre las mesas, saludando con ese gesto sencillo que parecía contener serenidad. Cada palabra que pronunciaba era un testamento a la vida que había dedicado a enseñar, no solo a favor educadores, sino a comprender el mundo, a enfrentarlo con dignidad y coraje.

Una semana después, su muerte cayó sobre todos como un relámpago en plena madrugada. La noticia recorrió los pasillos y los grupos de WhatsApp de las instituciones Santo Tomás con la misma rapidez con la que se esparce el eco en una sala vacía. Nadie podía entender cómo una vida tan llena de vitalidad se había apagado tan pronto. Pero el misterio de la muerte no se desvela, simplemente se acepta, como se acepta el viento que viene del sur o la lluvia que cae sin previo aviso.

Esa última noche, en la Cena de Camaradería, Adriana Urrutia nos dejó su última lección. No la dictó en una pizarra ni la entregó en un papel. La lección fue su presencia, su capacidad para estar ahí, en el momento preciso, rodeada de sus amigas, de sus colegas, de su familia académica. Nos enseñó que el compromiso y el profesionalismo no son solo palabras vacías, sino una forma de vida, una manera de caminar por el mundo dejando una estela que otros puedan seguir.

Hoy, mientras las postales de aquella cena se repasan en la memoria de quienes la vivieron, el recuerdo de Adriana Urrutia sigue vivo, no solo como una estrella que alguna vez brilló, sino como una luz que guía silenciosamente a quienes la conocieron. Porque al final, lo que realmente importa no es cuántas lecciones impartimos, sino cuántas almas tocamos con nuestras palabras, nuestra presencia, y nuestro ejemplo.

Adriana no dejó solo un legado académico; dejó una huella en cada vida que rozó con su forma de proceder y generosidad. Y así, aunque sus pasos ya no resuenen en los pasillos, su enseñanza persiste en cada gesto de aquellos que hoy se esfuerzan por ser mejores, porque ella les mostró el camino.

Lo que permanece de Adriana Urrutia no es solo el recuerdo de una profesora excepcional, sino el eco de su humanidad, que sigue transformando vidas mucho después de que el último aplauso de las próximas titulaciones se haya extinguido.