La ciudad de las escaleras, construida en las laderas del cerro, distante a varios kilómetros de Rancagua. La ciudad comenzó por esos años a articularse en torno a la escalera principal, la escalera larga, siendo su eje central. A sus costados estaban las construcciones, era como el centro de la ciudad.

Sewell era una ciudad con alma y vida propia, donde se vivía tranquilo y seguro. Lo tenía todo: grandes almacenes, tiendas, cine, escuelas, etc. Al teatro llegaban los mejores espectáculos y estrenos de películas. La empresa se preocupaba por el bienestar de sus trabajadores en forma integral, estableciendo reglamentos que aseguraban la buena convivencia de los trabajadores y todo lo necesario para mantener cómodos a los empleados y sus familias. Los sewellinos disfrutaban de esas montañas y admiraban sus cambios de tonalidades de acuerdo a las estaciones del año.

El corazón de la ciudad minera se desarrollaba en torno a la escalera larga, desde la estación terminal del tren hacia la parte superior, el 149. Pero, ¿cómo se llegaba a Sewell? En tren que partía en el patio de Braden Copper Company, con horarios de subida a las 08:10 y 16:30 por la calle Millán, pasando por todo el valle hasta llegar a los pies de la cordillera, para encumbrarse al cerro y llegar a nuestro paraíso Sewell. El tren fue construido para el transporte de mineral y además servía de transporte para los trabajadores y sus familias que viajaban entre Sewell y Rancagua.

El tren… tantos recuerdos, añoranzas, historia, amoríos… muchos recuerdan el Túnel Copao o Jorgito, quien tocaba el acordeón, y anécdotas que tenían esos carros, vagones que hoy sólo se mueven por la nostalgia y el recuerdo. No importaban las horas de viaje o la incomodidad de ir de pie. Lo hermoso era su viaje y su gente, buena gente, esa gran familia cuyo único nombre y razón de ser era ser Sewellinos. Lo hermoso era la llegada, el espectáculo de ver a toda la gente mirando pasar el tren y lo impresionante de esa ciudad construida en la majestuosa cordillera.

También tenía momentos tristes. Cuando algún padre renunciaba al puesto sin considerar los sentimientos de su mujer ni de sus hijos. A veces un accidente fatal y de un día para otro. Todos abandonaban para siempre nuestro pueblo en la montaña. No había lugar a elección. Los amigos acompañaban en el último emotivo trayecto a la estación a dejarlos. Desde la Estación, impotentes, mirábamos el tren. ¿Cómo detenerlo? ¿Cómo decirles que lo queríamos y extrañaríamos? El silbato de la locomotora al partir era como una puñalada que terminaba su vida en la montaña. Pero no había que llorar. Con sus manos nos decían adiós desde la pisadera o ventanillas del vagón y ese doloroso momento se hizo recuerdo en la pena nuestra y esas miradas tan tristes que aún no se olvidan. Sabiendo que algún día nos tocaría a nosotros, retornamos subiendo los peldaños del olvido.

Porque mientras más se avanza en la vida y en el tiempo, más lejos van quedando el dolor y el recuerdo. El tren se marchaba con su conductor, maquinista, ayudante, bodeguero, palanquero y su gente hasta la próxima estación del recuerdo y nostalgia. Cómo no recordar al último palanquero, el Sr. Luis Espina Peñaloza, más conocido como el Gato Espina, un viejo lindo como dice la canción “ya camina lento como recordando el tiempo”, dejando su legado, la familia y su tiempo. Tantos años trabajando en el mineral, mejor dicho en el ferrocarril, como palanquero para después pasar a la maestranza Coya. Hoy, sólo recuerda con nostalgia su vida junto a los suyos. Cómo añoraba su trabajo, su tren, sus vagones, sus amigos y ese entorno que solo el Viejo Teniente sabe apreciar: la amistad y la nobleza.

Un saludo a todos y cada uno de la gran Familia Sewellinos que todavía están y sólo recordar a quienes partieron con nostalgia. Penas y alegrías de la cuidad de las escaleras, un lugar remoto en las montañas, pero para muchos un paraíso llamado Sewell.