Cuando las esperadas lluvias caen en la zona centro-sur, llenando embalses y recargando acuíferos naturales, recuerdo enseñanzas desde niño sobre el ciclo del agua y el flujo de la materia y la energía: El agua no se pierde en el mar.

Esto adquiere gran importancia, considerando que el cambio climático es uno de los principales desafíos ambientales que enfrentamos. Más aún, cuando Chile toma la decisión de ser anfitrión de la próxima COP25.

Estudios científicos demuestran que la temperatura del planeta aumenta sobre lo normal debido a la acción humana, cuyas consecuencias las vemos reflejadas en cambios en el uso de suelo, producción animal, reemplazo de bosques nativos por monocultivos, sobreutilización de humedales y acuíferos naturales.

El agua cada vez es más escasa para el consumo y la actividad humana, pero también para todos los componentes bióticos del ecosistema, por lo que la propuesta de generar embalses para regadío soluciona solo en parte el problema de su disponibilidad.

Es necesario tener una mirada amplia y generosa para entender que los ríos no son solo agua que corre. A lo largo de su trayecto, el agua permea la tierra y fluye hacia las napas subterráneas. Los ríos y sus desembocaduras son ricos en biodiversidad y recursos, los que deberíamos considerar más allá de su simple valor comercial.

Hoy, los servicios ecosistémicos que pueden ofrecer a la comunidad la diversidad de vida en el agua, la pesca deportiva o la contemplación del paisaje, pueden ser tanto o más importantes que regar millones de hectáreas de agricultura.

Esta es una decisión país, por lo que es fundamental involucrar a distintos actores sociales, públicos y privados, a comunidades y también a pueblos originarios, ya que son ellos la raíz de nuestra historia y quienes primero entendieron que un río, más que agua, es vida.