Lo más trágico de estas actitudes es el fervor y convencimiento con el cual se cree estar en una actitud correcta.  Empecinarse en ellas hace que Lewis sitúe este encono como una forma evidente de permanencia en el infierno.

Así lo va a mostrar con algunos de sus personajes literarios, ejemplificando estas verdades con recursos de la fantasía. Citaremos algunas de ellas, que se relacionan directamente con la temática que estamos analizando.

En su libro El gran divorcio encontramos el siguiente diálogo, que se da entre  un alma que quiere llevar a otra al cielo. Ambas se conocieron en la vida terrenal  y esto es parte de la conversación dada.

“Lo que me gustaría entender – dijo el fantasma- es qué haces aquí, feliz como unas pascuas, tú, un sanguinario asesino, mientras yo me he pasado pateando calles  allá abajo y viviendo todos estos años en un lugar digno de cerdos.

Es un poco difícil de entender al principio, pero ya todo se acabó. Ahora te resultará agradable. Hasta entonces no hay motivo para preocuparse.

-¿No hay motivo para preocuparse? ¿No te da vergüenza?

– No. No como tú crees. No me miro a mí mismo. Me he olvidado de  mí. Tuve que hacerlo, sabes, después del asesinato. Eso fue lo que ello me provocó. Y así empezó todo.

– Personalmente- dijo el gran fantasma, con un énfasis que contradecía el significado habitual de las palabras-, personalmente, repensado que tú y yo debíamos estar exactamente al revés. Esa es mi opinión personal.

-Es muy posible que finalmente sea así- agregó el otro- , siempre que dejes de pensar en ello.

– Mírame ahora- dijo el fantasma, que se golpeó el pecho (pero sin que se produjera sonido alguno) he sido recto toda la vida. No digo que haya sido un hombre religioso ni que no haya tenido mis fallas; todo lo contrario, pero toda mi vida he hecho lo mejor que he podido, ¿ves? Lo mejor con todos, así he sido. Nunca pedí nada que no fuera mío. Si quería un trago, lo pagaba. Si cobraba algo era, porque había hecho mi trabajo, ¿lo ves? Así he sido y no me importa quién lo sepa”. (1)

En primer lugar,  puede ser incomprendido que un “asesino” tenga un mejor  status que una persona supuestamente buena. Aquí ya se sitúa  uno frente a las premisas que hablan de otras categorías, que no son humanas, y que  pueden constituir un absurdo.

Un asesino simplemente se condena. Si el hombre señala un lugar de destino, Dios puede señalar otro. La lógica del hombre no es la misma que la lógica de Dios. Esto está señalado cuando vimos que el amor humano es muchas veces distinguido con notas, que parecían muy buenas,  sin embargo, ocultaban un gran mal. A la inversa, uno puede estar soportando muchas penurias y el  amor a Dios está, en ese misterio, fundándose.

“No me miro a mí mismo. Me he olvidado de mí”. En esa frase parece radicar todo el secreto de la bienaventuranza del “asesino”. Parecen la consecuencia de su felicidad. Esto va ligado, necesariamente, con el amor que señala esta entrega en  su verdadera esencia. La elocuencia que se desprende del “discurso sobre sí mismo”, que hace el fantasma, es “la humana concepción”. Es estar y haber vivido desde y para sí mismo. Nunca encontró el amor. “He hecho lo mejor que he podido”,  ”nunca pedí nada que no fuera mío”. En estas dos sentencias se basa su infierno. El otro nunca existió en su vida y habiendo negado el amor ya no podrá encontrarlo.

Podemos ver, en este “asesino”, como el mal cometido se tradujo en una metanoia que lo transforma  en un ser bueno.  Este hecho criminal es el elemento empleado como acicate para cambiar su vida.  La herida mortal es una herida que se transforma en vida, y en vida verdadera. Esta lección no la puede entender el que solo se ve a sí mismo. Sus categorías personales poseen la miseria del que se fabrica una realidad limitada, que no puede ser remecida por otras dimensiones. El hombre debe situarse como un ser que ve más  allá de  lo propio y personal  sólo ahí podrá  discernir estas verdades.

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(1) LEWIS, C.S. El gran divorcio. Andrés Bello. Santiago de Chile. 1994. pp. 35-36