Dado que nuestro ser lo requiere, nos volcamos en muchos amores para aquietar esta indigencia ontológica. Nuestro existir busca en el amor lo más hermoso y real para su plenitud. Cuando hay muchos caminos uno puede equivocar la ruta. Señalar el error puede ser dado por el mismo amor, que no se siente realizado y cuya imperfección es vista por un sufrimiento inherente a dicha consecuencia.

Otro rasgo importante de nuestra carencia es que ésta solo puede ser tal para Dios.  Nosotros, en cierto sentido, podemos ignorarla. Cuando Dios revela esta necesidad y es asumida, encontramos nuestro verdadero ser. Creer que se posee, cuando en realidad se carece, es una fatalidad. La soberbia oscurece el descubrimiento de esta realidad, así como su antítesis, la humildad, ayuda a su entendimiento. Suena absurdo que lo que más llena tenga un vacío. Está la alegría del que tiene Amor como una recompensa merecida, como un logro personal, obtenido con las propias fuerzas, sin ninguna pobreza que reste encantamiento y dicha.

El cuidado del Amor, sin embargo, se enfrenta a graves y tortuosos caminos, porque deambula en medio de orgullos, envidias lacerantes y celos apasionados. Siempre puede estar envuelto en la mentira, que no en vano es el nombre por antonomasia del demonio, como Jesús lo afirma: “Cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira.” (Jn, 8, 44). El demonio es mentiroso “de suyo”. Enfrentar todas estas miserias nos impele a pedir la ayuda divina. Lo que revela también nuestra necesidad de Dios.