Los jóvenes sí leen. Una afirmación simple para un escenario confuso: un país con un índice de comprensión de lectura de 84% (Consejo de la Cultura, 2011), con un 54% de la población que declara no haber leído un solo libro impreso en el último año, según la Encuesta de Comportamiento Lector 2014. Cifras desalentadoras que se contradicen con las exitosas ventas de autores nacionales, las que han llegado incluso a los 260.000 ejemplares de un mismo libro entre el 2015 y el 2018.

Los números y las encuestas dan para todo. Los optimistas dirán que sí somos un país con hábito lector. Los no tanto, que Chile dejó en el olvido el placer de la lectura y que nuestros jóvenes ya no leen. Lo cierto es que hoy se lee mucho más que hace algunos años.

Si no, ¿cómo podríamos explicar que un escritor chileno, de poco más de 40 años, escriba una trilogía de libros y sobrepase los 100.000 ejemplares en menos de 3 años? ¿O que el 2016 una joven estudiante universitaria escriba su primera novela en una plataforma digital y que tenga un récord de más de 40 millones de lecturas, en todo el mundo? Si nos alejamos tan solo un poco de la literatura de ficción y nos concentramos en la de libros científicos, ¿cómo explicamos que en los últimos 8 años se haya publicado un 74% más de nuevos títulos en esta área tan solo en nuestro país?

En Chile se lee, nuestros jóvenes leen, nuestros alumnos leen. Lo que pasa es que no leen lo que nosotros queremos que lean. Ese es nuestro mayor problema.

Como docentes, tal vez estamos acostumbrados a la lectura escolarizada, a condicionarla con una evaluación (o en el peor de los casos con una sanción). Claramente ese no es el camino para fomentar un hábito de lectura que perdure toda la vida; por el contrario, apenas deje de estudiar, ese(a) joven dejará de leer. Reencantarlos con la lectura se convierte entonces, en parte de nuestra labor: transformar el leer en una experiencia que va más allá de hacerlo para aprender, lograr que cada lectura sea una experiencia única, personal y apasionante, que les ponga el mundo a sus pies y les haga imaginar lo imposible y que, además, aprendan. Parece difícil, pero no lo es.

Un artículo sobre la relación entre lectura y estudiantes universitarios (Rapetti, Vélez, 2012) donde se analizan relatos de experiencias de lectura de alumnos, muestra que son capaces de leer más allá del texto e incluso tienen distintos modos de ser lector. Cuando relatan su experiencia lectora, manifiestan que el leer les evoca saberes, creencias, imágenes; consideran que es una forma de aprendizaje y a la vez reconocen que los influye emocionalmente durante y después de realizarla.

Eso es lo que debemos potenciar: transformar las lecturas de nuestros estudiantes en experiencias enriquecedoras, orientarlos para que puedan interpretar lo leído, darles espacio para analizar la información entregada (no solo repetirla), permitirles dar su opinión al respecto, favorecer el que puedan expresar lo que sintieron mientras leían, y ¿por qué no? acompañarlos mientras leen.

El aprendizaje de nuestros alumnos se verá beneficiado y potenciado con esta mirada, la academia también. Somos sus anfitriones en un mundo desconocido para ellos, pero debemos acercarlos y no alejarlos. Debemos invitarlos a leer, para sentir y con ello, aprender.