Dice un antiguo refrán que “en abril, aguas mil”, y la verdad es que los cambios climáticos lo han ido dejando un poco obsoleto, al menos en buena parte de la geografía chilena. Sin embargo, hay un ámbito en que sigue teniendo total vigencia: en el espiritual. ¿Por qué? Porque la celebración de la Semana Santa es una especie de diluvio de gracias desde el cielo sobre todos los que las reciban. No es otra cosa, dicho de manera muy sencilla, el volver a actualizar a través de las celebraciones litúrgicas y en cada una de nuestras vidas, la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Es como vivir de manera real pero sin derramamiento de sangre, lo que sucedió en Jerusalén hace dos mil años.

Lo que sucedió es para dejar sin respiración a cualquier observador atento que lo contemple sin prejuicios y sin rutina: Dios hecho hombre –primera cosa digna de maravillarse- se entregó a Sí mismo a la muerte para de esa manera devolver a cada persona el lazo de amistad con Dios que había perdido -no sólo con el pecado del origen, sino con cada acto y actitud contraria al amor de Dios. Su entrega rompió el muro que cerraba la puerta al cielo y a la amistad con Dios, y sabemos que lo rompió porque el último capítulo de esta historia tan maravillosa no es la cruz, signo terrible de humillación y sufrimiento, sino la Resurrección. La vida venció la muerte, y la venció porque el amor es más fuerte que el odio y el bien más fuerte que el mal. La apertura a esa vida de Dios quedó disponible y cae a raudales del cielo, empapando la tierra y haciéndola fecunda.

“En abril aguas mil”, cierto, porque lo que sucedió entonces, se hace vida cada año a través de la celebración, verdadero misterio de fe en que Cristo vuelve a morir y resucitar, haciéndonos posible recibir el agua de la gracia divina y transformarnos en hijos de Dios y herederos del cielo. Lluvia muy especial esta que recibimos en abril, siempre que la queramos acoger. Esta es la invitación de esta Semana Santa 2017: revivir el gran diluvio de la Redención de Cristo.