Las analogías son claras: el hombre tiene características que no pueden ser aceptadas por Dios. Este debe corregirlo para hacerlo digno de él y de Él. Esas correcciones muchas veces cuestan dolor y sufrimiento. No llegamos, en el aspecto humano, a entenderlas nunca a cabalidad. Brotan en nosotros y su aceptación está teñida de misterio por la trascendencia de la condición divina. De esta manera, por tanto:

“Pedir que el amor de Dios se complazca con nosotros tal como somos, sería pedir que Dios deje de ser Dios, por ser Él lo que es, su amor debe verse dificultado y repelido, dada la naturaleza de las cosas, por ciertos estigmas de nuestro actual carácter y, porque ya nos ama, debe trabajar para convertirnos en objetos que inspiren cariño. No podemos en nuestros mejores momentos, siquiera desear que Dios se conciliara con nuestras actuales impurezas, como tampoco la pordiosera podría pedir que el rey Cophetua se sintiera satisfecho con sus andrajos y su mugre, o que un perro, una vez que hubiese aprendido a amar al hombre, deseara que éste tolerara la criatura ruidosa, pulguienta y contaminante de la jauría salvaje. Lo que aquí ahora llamaríamos nuestra ‘felicidad no es el fin que Dios tiene principalmente en vista, pero, cuando seamos de una manera tal, que Él pueda amarnos sin impedimento, seremos en verdad felices” (1)

Dios, como la pureza misma, no puede admitir ni la más ligera mancha en las almas que acoja. Los defectos, que ni siquiera pueden ser considerados pecados veniales, existen como mortificación en la vida matrimonial. Los esposos se corrigen en la paciencia de la eternidad misma.

Nuestras debilidades no nos molestan, hemos aprendido a vivir con ellas, pero si se nos pide perfección tendríamos que eliminarlas. El matrimonio es en esto una perfecta analogía con el amor de Dios. En esta vida los esposos, en su  recíproco amor, logran ver los detalles, aquellas nimiedades que nunca antes nos importaron. Ahora, en el amor cotidiano, revelan su molestia y nace la comprensión que debe esforzarse para desarraigarlas, logrando así un cobijo de amor más hermoso. El hombre en el día a día, posee cierto gozo en sus imperfecciones y carencias. A menudo se jacta de su mal humor, de sus deficiencias e indiferencias hacia cosas y personas que no son dignas de estas actitudes. Parece no ver sus defectos y faltas en cuanto tales y las disimula restándole importancia. Para tomar en cuenta estos errores necesita un amor verdadero, que los señale. De esta manera puede comenzar su corrección. Así, la persona podrá ser más dichosa y más digna del amor que recibe y otorga.

__________________________________________________________________________

(1) LEWIS, C.S. El problema del dolor. Editorial Universitaria, Santiago de Chile. 1990. p. 50